Debía de ser mediodía cuando salimos de Lilongwe y enfilamos la carretera hacia Zomba. Por los arcenes, la gente iba y venía: mujeres con cestos sobre la cabeza y niños a la espalda; hombres cargando brazadas de cañas de azúcar también en la cabeza …
Desde el coche vimos pasar en sucesión casitas más o menos aisladas, alguna cabra, algunas vacas, puestos que ofrecían cañas de azúcar cortadas en pedazos listos para consumir o enormes plátanos. Aquí y allá crecían papayos de un tamaño mayor que los que yo había visto en Zimbabwe.
Redujimos la velocidad al pasar ante lo que se nos figuró un molino de maíz. Se trataba de una edificación tradicional, con paredes de adobe y techo de paja, ante la que había mujeres —con niños en brazos, a la espalda o correteando a su alrededor— sentadas a la sombra de varias acacias y algún mango.
Unas parecían esperar a que les tocase la vez y llevaban canastas llenas de maíces o de tosca moldura maicera; otras —cuyas cestas contenían ya la harina o mielie meal, como la llaman en el África austral— aguardaban quizá a que sus amigas o vecinas terminasen para emprender juntas el regreso a casa.
Todas lucían sobrefaldas de tejidos vistosos, muy similares a las que usaban las mujeres en Zimbabwe o en Mozambique, donde las llaman capulanas. Con independencia del nombre, son paños de unos 170 cm de largo por unos 90 cm de ancho que se anudan a la cintura a modo de falda o de delantal para proteger la prenda vestida debajo; también sirven para portar bebés a la espalda, para hacer hatos y hatillos o incluso para cubrirse o secarse.
La usanza de este tipo de piezas está extendida por todo el litoral índico y en África oriental tiene su expresión swahili en los kikoi, paños de algodón recio con listas de llamativos colores entre los que destaca el rojo.
Pero las telas con motivos geométricos coloridos, incluso con tondos en los que se representan las efigies de mandatarios —como era el caso de Kamuzu Banda en el Malawi de 1984— poseen un abolengo bastante menos lejano y africano.
De hecho, su origen se remonta a la mitad del siglo XIX, cuando los holandeses quisieron industrializar en la metrópolis la producción de batik javaneses, que luego debían venderse más baratos que los hechos a mano en sus propias colonias de las Indias Orientales. El proyecto no cuajó y las telas se llevaron al África Occidental, donde tuvieron gran acogida.
Los británicos, en cuyas colonias del África Oriental se producía algodón, hicieron lo mismo, si bien ya en la primera mitad del siglo XX establecieron fábricas in situ. Sin embargo, durante la última década de ese siglo y la primera del XXI, las importaciones de China y la ropa europea de segunda mano —procedente en muchos casos de donaciones caritativas— desbarataron el mercado textil en África.