La primera casa que me albergó se hallaba en uno de los barrios ajardinados que rodeaban la capital Harare. Las jacarandás y los flamboyanes (Delonix regia) dispuestos en hileras marcaban las calles de orillas espaciosas sin pavimentar y anchas calzadas de asfalto.
A mi llegada, una mañana septembrina de 1983, los árboles aún estaban desnudos, pero a los pocos días, antes de que les brotasen las primeras hojas, antes siquiera de que se vieran las yemas, empezaron a vestirse las unas de color azul violáceo y los otros, ígneo.
En pocos días, las flores de las jacarandás llovían tapizando poco a poco todas las superficies a su alcance; apenas habían desaparecido estas, ya las calles se teñían de un rojo intenso como las brasas. La precoz floración les permite a los árboles estar ya sembrados cuando caigan las primeras gotas y a la gente le anuncia la estación de las lluvias, aunque luego el agua no siempre caiga. Con todo, la vegetación pervive, incluso cuando las hierbas y los céspedes amarillean hasta parecer secos.
Talmente amustiado estaba el suelo que circundaba la casa cuando lo vi por primera vez. Sin embargo, las verjas que limitaban la propiedad lucían cubiertas por lozanos setos de aligustre, jazmín y buganvilla.
Rosas e hibiscos, entre otros, daban la bienvenida en el jardín delantero y guiaban, sorteando un hermoso cedro, hacia el porche por el que se entraba a la casa, un edificio de una planta dividido en amplias estancias, dos baños que no recuerdo y una cocina espaciosa con una pila de piedra, muebles de estilo cincuentero y una puertecita cuentística que se abría al jardín trasero.
Al salir, lo primero que se veía era el garaje, aunque funcionaba más bien como almacén, pues precisamente allí no se guardaba ningún vehículo. En realidad, la protección la brindaba un sotechado contiguo cuyo fondo daba a un murete de unos dos metros de altura partido en su mitad; tras él se hallaba, me dijeron, la vivienda del servicio en la que se alojaban el empleado de hogar, su esposa y su hija.
Una vivienda un tanto extraña, pensé al verles guisar en un rincón del garaje, en el que también había un frigorífico. Solo al cabo del tiempo atisbé desde fuera las otras estancias que se ocultaban tras el murete: una habitación de reducidas dimensiones, una ducha y un retrete. Los tres espacios estaban alineados uno tras otro sin más paso entre ellos que el corredor de tierra a la intemperie delimitado por la fachada y el murete.