En mi álbum de fotos conservo una instantánea que, pese a su color desvaído por el tiempo, me retrotrae al momento en el que se tomó.
Debía de ser octubre de 1983 y me habían llevado a visitar uno de los rincones más espectaculares de las Eastern Highlands: las montañas de Vumba (o Bvumba). En aquella ocasión —para mí la primera de otras que le seguirían—, nos alojamos en una casa de huéspedes al borde de una frondosa hondonada; al otro lado de la espesura a nuestros pies, se alzaban las cumbres que separan Zimbabwe de Mozambique.
El edificio de fachada blanca y tejado a dos aguas se ha desdibujado en mi memoria, pero de él recuerdo su estilo claramente europeo. La habitación que me asignaron me desconcertó: era amplia, pero estaba parcamente amueblada y la ropa de cama, igual que los cuadritos en las paredes, parecían traídos de un cottage, una de esas casitas de campo típicamente inglesas.
Aquella noche dormí de un tirón, sin tener que preocuparme por los mosquitos. A la mañana siguiente, me desperté con la aurora que comenzaba a perfilar las montañas y antes de haber podido desperezarme la luz entraba ya a raudales por el enorme ventanal que guarnecía una de las paredes de la estancia. A través de la cristalera vi como el sol nacía y, conforme se alzaba, iba dando forma, volumen y contorno a los montes y cañadas, al tiempo que desde la hondonada ascendía y se disipaba una tenue neblina. Solo cuando el sol empezó a deslumbrarme, pude apartar la vista y bajar al comedor.
Tras desayunar a la inglesa, decidimos que visitaríamos el jardín botánico —diseñado al más puro estilo victoriano de coleccionar y ordenar la naturaleza exótica—, también el Bunga Forest, hoy una reserva botánica de la flora endémica.
Al salir de la casa, me fijé en los árboles que crecían a la vera del camino. Tenían un porte grande y majestuoso y unas ramas verticiladas de las que pendían unas largas agujas verde brillante, solo en apariencia suaves y delicadas. Me costó años y empeño descubrir como se llamaban y qué hacían allí, pues no parecían plantas propias del lugar.
Al final supe que se trataba una conífera con muchos nombres comunes, entre ellos el de pino llorón, y uno científico pinus patula; originaria de México, la habían introducido a principios del siglo XX en aquella zona —que entonces era un área designada como blanca, forestal y de conservación— los colonos dedicados a la producción de madera, celulosa y papel.
Quizá fuera uno de ellos el dueño del B&B (bed and breakfast) al que vi de pasada, cuando nos íbamos, mientras seguía concentradísimo un partido de cricket en la televisión.