A pesar de la afable y solícita hospitalidad que nos habían brindado los Paulsen y los Blank, Windhoek empezaba a resultarnos confinante. Decidimos, pues, acortar nuestra estancia en la capital y seguir camino hacia la villa litoral de Swakopmund.
Pronto descubrimos que cumplir tal objetivo era más difícil de lo que habíamos anticipado. El trayecto se podía hacer en tren, eso sí, al ferrocarril —que salía a las 19:00 h de Windhoek— le costaba unas quince horas recorrer los 400 km y llegaba a la costa entre las 09:00 h y las 10:00h del día siguiente.
También era posible volar en una avioneta privada desde un pequeño aeródromo cercano, pero aquel lunes festivo ni los precios ni los horarios se ajustaban a lo que buscábamos.
Alquilar un coche parecía la alternativa más obvia y, aunque ya lo habíamos intentado sin éxito el día anterior, no nos dimos por vencidos y recorrimos las oficinas de la ciudad: las encontramos cerradas y sus aparcamientos, vacíos.
A las dos de la tarde, bajo el inmisericorde sol estival, estábamos a punto de claudicar cuando, ante la última oficina de nuestra lista, vimos ¡un automóvil! Por supuesto, la oficina estaba cerrada y no se veía ni un alma en derredor.
Tampoco en el patio trasero, que el edificio compartía con los aledaños de la manzana, donde llamamos a todas las puertas sin obtener respuesta. De regreso a la calle, en un recoveco aplastado por la luz del mediodía descubrimos una puerta. Picamos.
De quedo brotó una estrecha franja de penumbra y, envuelto en ella, se asomó un rostro arrugado de ojos zarcos mirándonos con prevención. «Buenas tardes. ¿Habla alemán?», pregunté vacilante en ese idioma.
«¡Solo alemán! En esta casa solo se habla alemán», fue la respuesta tajante cuyo significado no llegué a comprender hasta muchos años después: era el compendio de la rivalidad entre los colonos blancos de origen alemán, británico y sobre todo afrikaner y del resentimiento que sentían los primeros contra los últimos tanto por el control que ejercía Sudáfrica sobre la entonces África del Sudoeste como por las secuelas de la intervención sudafricana en la guerra de Angola.
Mi pregunta, en todo caso, surtió el efecto de una contraseña y la anciana nos abrió la puerta a su cocina. Nos dijo que no tenía nada que ver con la agencia de alquiler de coches, pero nos permitió telefonear y conseguimos el coche; también nos invitó a esperar allí hasta que nos trajeran las llaves.
La suya era una cocina fresca y amplia pero de evidente Bauern Stil alemán por la que se paseaba un gato rollizo y algo tardo. La mujer nos habló de su familia y de la época en la que llegó a Windhoek, hacía casi medio siglo.
Desde entonces nunca había vuelto a Alemania, ahora ya no quería, pero todos los años por mayo —cuando estallaba la primavera en el bosque cerca del que creció— le afligía una profunda morriña.