Recuerdos: Camino de Zomba

Dejábamos atrás el molino de maíz; conforme avanzábamos, los arcenes iban animándose con más y más gente que parecía encaminarse a un bottle store, aunque llegados al lugar vimos que eran dos enfrentados: uno a cada lado de la carretera. Junto a uno de ellos, descubrimos otro edificio, que hacía las veces de restaurante.

Pensando que allí podríamos tomar algo, paramos. Reconozco que con cierta cautela, nos asomamos a un interior cuya oscuridad exigía un momento de paciencia para que los ojos, habituados a la luminosidad exterior, se acostumbrasen a la falta de luz que lo escondía todo.  Al cabo, distinguimos una estancia diáfana con algunas mesas y, al fondo, un mostrador.

A pesar de la penumbra, hacía calor. Como no funcionaba la electricidad y se les había acabado la parafina, con la que por aquellos lares también se alimentan las neveras, tampoco había bebidas frías. Allí descubrí que, si bien una cerveza caliente no es lo más refrescante, una bebida azucarada, tipo cola, resulta incluso repulsiva.

Quizá por la temperatura, apenas había parroquianos en el interior del local.  Destacaban dos jóvenes más arregladas y acicaladas que el resto de la clientela. Apoyadas en una pared lateral miraban indolentes hacia la puerta. Fuera, bajo la sombra protectora del prominente alero, varios niños jugaban en el suelo y observaban, con la discreción propia de su edad, lo que los adultos se traían entre manos.

La gente departía, comía y bebía en grupitos, que se ubicaban esponjados alrededor de ambos colmados en los márgenes de la carretera; entremedias deambulaban perros buscones mientras burros y mulas esperaban estacionados. La atracción verdadera la ejercía, sin embargo, el mercado en un camino secundario. Flanqueándolo, una tiramira de puestos aparentemente improvisados que se ovillaba zigzagueante en una explanada.

Sobre cuadrados de plástico o arpillera se exhibían todo tipo de productos: nueces y frutas dispuestas en delicadas pirámides, verduras ordenadas primorosamente, sacos con harina de maíz, pescado seco o fresco de ojos tristes. También había aquí y allá anafes hechos a base de latas en cuyo interior ardía carbón vegetal y sobre los que se cocinaban trozos de gallina, piezas de carne o casquería.

Tras los improvisados mostradores una densa hilera de personas, que, acomodadas en posturas diferentes —sentadas de lado ellas, ellos en cuclillas—, atendían o esperaban atender a los clientes, una nube multicolor y bisbiseante.

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