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Recuerdos: Camino de Swakopmund

Estaba atardeciendo el 26 de diciembre de 1983 cuando nos despedimos de los Paulsen, pero como las últimas horas en Windhoek, mejor dicho, en Katatura habían sido tan desagradables, no veíamos el momento de poner rumbo a Swakopmund, conscientes de que se nos haría de noche en el camino.

Enfilamos la carretera recta, y ahora solitaria, trazada, primero, hacia el norte para esquivar las montañas de la meseta de Khomas y, luego en Okahandja, hacia el este, mientras el ocaso bañaba en luz dorada el paisaje. La franja carmín sobre el horizonte iba volviéndose granate al tiempo que las colinas y la sabana se oscurecían hasta ennegrecer. Sin apenas darnos cuenta, era ya noche cerrada.

Adelantamos al tren que había salido de Windhoek horas antes de nuestra partida y que no llegaría a Swakopmund hasta bien entrada la mañana siguiente.

A mitad del trayecto, el cansancio se hizo notar. Buscamos el «gran hotel» en Karibib, sin éxito alguno. Como necesitábamos repostar, nos detuvimos en una estación de servicio a las afueras de Karibib. La recuerdo al estilo antiguo, con un par de surtidores bajo una sencilla cubierta de uralita y un pequeño edificio detrás, un café de carretera.

Parecía a punto de echar el cierre: no había clientes y todo estaba a oscuras salvo los surtidores, que continuaban iluminados. Su halo cubría de sombras a dos mujeres, visiblemente exhaustas, sentadas en las escaleras al porche del café. Por la gasolinera se movía dando órdenes aquí y allá un hombre no muy alto, ajado, para mí entrado en años, que se cubría con un enorme sombrero de vaquero; supusimos que era el dueño o al menos el jefe.

Le preguntamos dónde quedaba el hotel. Nos dijo que no había ningún hotel —luego caí en la cuenta de que debía referirse a que no encontraríamos «ningún hotel para blancos», habida cuenta del legado de la legislación segregacionista vigente hasta 1980— y se ofreció a hospedarnos en una caravana suya.

Aceptamos la invitación, aunque extrañados y algo recelosos. Las dos mujeres de las escaleras se montaron con él en un coche, al que nosotros seguimos en el nuestro. Al poco nos desviamos por un camino sin asfaltar. Cuando el vehículo de nuestro anfitrión se detuvo, vimos a la luz de los faros dos caravanas aparcadas ante el muro a media altura de un jardín. Detrás había una casa grande pero sin terminar.