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Recuerdos: El corazón de Windhoek

Por fin teníamos un coche de alquiler: ahora ya podíamos movernos con mayor libertad y visitar los lugares emblemáticos de Windhoek.

En la Christus Kirche habíamos estado el día anterior; cerca de la iglesia se hallaba el Museo, a un lado del cual fenecía un viejo tren compuesto por una locomotora y dos vagones.

Al pie de la colina sobre la que se erigía el museo se distinguía un estadio venido a menos. El descuidado entorno, las gradas maltrechas por el paso del tiempo y el césped asilvestrado añoraban épocas mejores, aunque a mí me sugerían el ocaso de una sociedad y un régimen caducos.

Cerca del museo, la sede del gobierno, das Regierungsgebäude, desde la que se podía contemplar casi toda la ciudad, estaba formada por dos construcciones de tamaño y épocas diferentes. Un hermoso jardín se extendía ante la mayor y más antigua, que se comunicaba con la otra a través de una pasarela volada y un patio interior.

Decidimos entrar y creo que tuvimos suerte, pues el conserje, que debía estar aburrido hasta el bostezo, nos paseó por todo el edificio. Piso por piso nos fue enseñando las distintas estancias hasta que, en el último y después de abrir una puerta tras otra, nos franqueó la entrada al salón de plenos.

Aunque carecía de ventanas, estaba iluminado con una luz cálida, que lo hacía extrañamente acogedor. Quizá el efecto se debiera también al caoba de la ebanistería y de las paredes forradas de madera. Hoy no recuerdo los detalles, pero sí la impresión de que la elegancia y la holgura reinantes eran «bienes de fortunas».

Me había sorprendido la amable diligencia con la que nos atendió aquel conserje que apenas una hora antes creí a punto de sucumbir al tedio; luego comprendí el motivo.

Solo unos meses atrás, se había disuelto el Parlamento y Sudáfrica había retomado el control del territorio.

Tendrían que pasar aún siete años hasta que Namibia pudiera empezar a salir del embrollo colonial en el que la habían metido sucesivamente a lo largo de un siglo los afanes de la Alemania imperialista, los intereses de la Sudáfrica segregadora y las intrigas de quienes fomentaban la Guerra Fría; siete años para que los colonos blancos —electores de aquel efímero Parlamento instituido en 1978 y disuelto en 1983— aceptasen una independencia en la que el poder de decisión estuviera en manos de la mayoría negra.