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Recuerdos: El Windhoek colonial

A pesar de ser festivo, el 25 de diciembre de 1983 nos levantamos temprano para poder desayunar en el hotel, aunque, por su ambiente y decoración, el comedor invita más a la cena que al desayuno.

Luego salimos a pasear. La ciudad sigue tan desierta como la noche anterior. A las nueve de la mañana las calles están vacías; el sol es ya de justicia y ¿quizá por eso no se ve a nadie? En realidad la quietud se debe a que hoy es fiesta y los comercios no abren; además, en el centro apenas hay viviendas.

Recorremos la Kaiserstraße hasta la Bahnhofstraße, casi al final de esta se esconde a un lado la estación de ferrocarril, construida en la década de 1920, ante la que hay «aparcada» una vieja locomotora de vapor.

Entrar en el edificio es como retroceder en el tiempo, huele a vetusto y a olvidado. La decoración se me antoja la original de hace sesenta años, incluidos los carteles de hierro esmaltado en blanco con letras góticas en negro cuya edad solo revelan los pequeños desconchones en las esquinas.

Por los andenes serpentea una monotonía lánguida y pesada, que se desvanece en el puente sobre las vías: desde la parte central se amplía la visión más allá de los muros que limitan las instalaciones y se ven los edificios modernos de su alrededor. Solo aquí se recupera la contemporaneidad.

Viajando en el tiempo se nos ha hecho tarde y apresuramos la marcha por las calles vacías mientras oímos repicar las campanas de varias iglesias llamando a los servicios religiosos. Nos llegan los ecos de coros y fieles cantando en los templos. ¡Es Navidad!

Las campanas enmudecen cuando alcanzamos la Christuskirche. Por dentro es mucho más pequeña y recogida de lo que aparenta su exterior. Los bancos ya están todos ocupados, pero no se respira agobio sino sosiego.

Terminada la ceremonia, quienes han participado van saliendo con calma y el pastor —recién licenciado en Teología por la Universidad de Hamburg— saluda a cada asistente; también a nosotros.

La feligresía se para en la explanada ante la iglesia, milagrosamente cubierta de hierba lozana, y departe afablemente en alemán prolongando la reunión. Parecen conocerse bien. Nosotros también nos quedamos escuchando a una banda que, frente al pórtico, interpreta piezas navideñas.

Se nos acerca primero una señora, luego su esposo, entablamos conversación y, con las últimas notas del concierto, comienzan a presentarnos a más gente. Sin alharacas nos invitan a comer en su casa. También el preboste nos invita a tomar café en la suya.

Todo me resulta tan sumamente alemán que casi me olvido de que estoy en África.