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Recuerdos: Un viaje en bus

Tras declinar varias veces la invitación, acepté por fin visitar a una amiga que trabajaba como profesora en una pequeña localidad al noreste de Harare.

El pueblo no estaba lejos de la capital, así que decidí hacer el viaje en autobús siguiendo las instrucciones de mi amiga. Aquel viernes, al salir del trabajo, me fui a la estación central en Mbare.

Allí el trajín hacía patente el fin de semana, que muchas personas —empleadas en la ciudad— aprovechaban para regresar a sus pueblos. La terminal era, en realidad, un enorme aparcamiento, una explanada asfaltada y marcada con líneas blancas que delimitaban los espacios de estacionamiento.

Ajustándose a ellos sin demasiada exactitud, había una ingente cantidad de vehículos alineados al tresbolillo de una manera esponjada, lo que permitía el ir y venir de la gente, más o menos cargada, entre autocares casi idénticos.

Eran modelos sesenteros de carrocería blanca y listas azules o viceversa con el volante a la derecha —como corresponde a un país en el que se conduce por la izquierda— y una sola puerta, situada en la parte delantera. Disponían de una baca, a la que se accedía por una escalerilla situada en la parte trasera del autobús, que con ocupar todo el techo, siempre parecía insuficiente por lo cargada.

Mi amiga me había indicado en qué parte de la estación solían estar aparcados los autocares al pueblo donde enseñaba, pero ante la uniformidad de los vehículos, en medio del ajetreo y la algarabía, me sentí desconcertada y tuve que preguntar un par de veces para cerciorarme de que me subía al correcto.

En el interior, los asientos eran bancos corridos de madera, bordeados por barras de metal que servían de asideros, y se distribuían a ambos lados del pasillo de manera asimétrica: los de la izquierda ofrecían acomodo generoso para una persona; los de la derecha, para tres bien avenidas.

Cuando subí, todos los sitios de la izquierda ya estaban ocupados y me senté en uno de los bancos vacíos en la parte trasera, dispuesta a compartirlo y anticipando que aún tardaríamos en salir, pues mi amiga me había advertido sobre las demoras.

Pese a que los autocares tenían horarios previstos de salida, no solían arrancar sin estar completos, aunque también podía ocurrir que se llenasen antes de la hora fijada y partiesen anticipadamente, así incluso el principio del viaje entrañaba cierta vaguedad.

En aquella ocasión, nos pusimos en marcha con relativa puntualidad; el asiento resultó menos incómodo de lo que esperaba y el trayecto, más agradable de lo que mis temores y prejuicios me habían vaticinado.