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Recuerdos: El desierto

Nuestra estancia en Swakopmund tocaba a su fin y debíamos regresar a Windhoek para, desde allí, volar a Ciudad del Cabo. Esta vez optamos por una ruta, que sobre el mapa parecía más corta y directa, aunque también más arriesgada porque discurría a través del desierto y porque, según nos dijeron, tenía escasísimo tráfico. A finales de 1983 era una pista amplia pero sin asfaltar.

Salimos entrada la mañana, pues queríamos evitar que el sol de frente en aquella llanura nos deslumbrase. La carretera, recta hasta donde alcanzaba la vista, se distinguía por las rodadas, y todo alrededor era arena. A nuestro paso levantábamos nubes de polvo que a la zaga se expandían y sin solución de continuidad se enlazaban con la siguiente.

Casi imperceptiblemente fuimos pasando del firme arenoso al de gravilla, sin que las nubes de polvo detuviesen su persecución.  En el horizonte plano y extenso aparecieron por ensalmo unos picos fantasmagóricos y tremulantes, tan pronto se hacían visibles contoneándose como desaparecían. El término Fata Morgana, con el que los alemanes designan un espejismo, me pareció en aquel momento de lo más exacto.

Al cabo de una hora conducíamos en paralelo al Moon Landscape (paisaje lunar): otro tipo de desierto más denso, pedregoso, de colinas bajas y viejas sobre las que se distinguen las cicatrices de lluvias torrenciales, pero que aún muestran los estratos de su origen.

Tras casi dos horas de viaje, la carretera comenzó a serpentear en un ascenso primero suave y luego empinado sorteando las estribaciones de la meseta central. Algún matojo aquí y allá nos hablaba de otro tipo de desierto, de una estepa pedriza cuya vegetación crecía con la altura, que en puntos superaba los 1500 m sobre el nivel del mar.

Una verja nos detuvo y bajé para abrirla y luego volver a cerrarla. Se trataba de una cancilla metálica, de una sola hoja bajo la que había una canaleta de drenaje también metálica. Imaginamos que marcaba las lindes de una finca, probablemente vaquera. Cancilla tras cancilla nos acercábamos a nuestro destino.

Atardecía cuando llegábamos a Windhoek, ahora ya sobre un firme asfaltado y bordeado de más vegetación, aunque fuera escasa y de sequeral. Cruzamos la ciudad y ya anochecido entrábamos en el aeropuerto, donde al poco embarcamos rumbo a Ciudad del Cabo.