Los primeros días de enero de 1984 los pasé en Ciudad del Cabo y sus alrededores. Apenas hacía cuatro meses que había puesto un pie en África y la realidad me confrontaba una y otra vez con mi propia ignorancia y con los prejuicios que arrastrara desde España.
Especialmente duras me resultaron las lecciones que hube de asimilar atropelladamente durante aquella semana en la región del Cabo a la sazón bajo régimen del apartheid. Los contrastes, insufribles a veces, no daban tregua. Así, el paisaje me impresionaba por su belleza, pero el orden social me resultaba literalmente vomitivo.
Subí andando a la Table Mountain, esa mesa, ese macizo de cumbre plana que, con sus más de mil metros de altura, ampara la ciudad y que, cuando alcanzábamos la cima, se vistió con su caprichoso mantel de nubes impidiéndonos otear. Vi su falda iluminada con miles de puntitos una noche al regresar del Sur.
Desde el cabo de Buena Esperanza creí observar como las corrientes del Índico y del Atlántico chocaban impetuosas y se mezclaban con violencia; y tendida en la playa de una abra descubrí como se hacían las nubes en el extremo más alto del cerro que la limitaba.
Pero también advertí en los edificios públicos o en los parques los letreros ineludibles que destinaban una entrada o un banco a las personas de una u otra raza. Así, en las estaciones o en los urinarios eran visibles los carteles «Net Nie-Blankes / Not Whites Only» (solo no blancos) y sus correspondientes «Net Blankes / Whites Only» (solo blancos).
Los trenes, los autobuses, hasta los taxis eran distintos para los «blancos» y para los «no blancos»; había comercios y establecimientos —como bares, cafeterías o restaurantes— aún más selectivos en cuya puerta se indicaba con precisión cuál era la raza de los clientes admisibles.
También en las playas había segregación: las mejores eran para los «blancos»; las regulares, para los «mestizos» y las de dimensiones diminutas y difícil acceso, para los «negros».
A pesar de saberlo y de verlo continuamente, recuerdo como si fuera hoy el momento en el que fui consciente de lo que aquella clasificación suponía: viajábamos por la costa camino de Muizenberg y, al salir de una curva, vi una playa minúscula cercada por un cantil. Imaginé que quizá fuera la desembocadura de un torrente.
Pero como el cantil no era profundo y la marea estaba baja, poco me costó distinguir, en el límite central de la playa, el desaguadero de una cloaca que vertía sus aguas sucias al mar. El aviso pertinente dejaba claro que era una playa «solo para negros».