Me desperté ya entrada la mañana aquel 27 de diciembre de 1983. Los sucesos del día anterior y el cansancio acumulado por tantas y tan intensas emociones me habían propiciado paradójicamente un sueño largo y reparador; quizá la cama mullida y suave también ayudó.
Cuando salí de la caravana, el sol —más cerca del cénit que del horizonte— caía despiadado sobre un paisaje árido, un secarral en el que no se veía ni un árbol en derredor, a lo más alguna mata perdida aquí y allá. Aunque estábamos cerca de Karibib, apenas se distinguían un par de edificios en el horizonte, tal era la intensidad del resol.
Enseguida nos pusimos en marcha y volvimos a la carretera que atraviesa la región de Erongo de este a oeste. Sé que desayunamos rico, pero no puedo recordar dónde. Lo que sí recuerdo es la carretera de continuo recta, de tráfico exiguo, enmarcada por un pedregal arenoso y carente de sombras por el cercano mediodía.
Impresionados por la conversación que habíamos mantenido la noche anterior con nuestro anfitrión caravanero y su hijo, mi compañero de viaje y yo conversamos sobre el alcance de los idiomas en la construcción de las identidades, o mejor dicho, en el sentimiento de filiación.
Coincidimos en que, con todas las salvedades que han de aplicarse a las generalizaciones, quienes hablaban afrikaans parecían sentirse totalmente africanos, arraigados en África, sin ningún vínculo que los uniera a Europa; en cambio, quienes hablaban inglés o alemán —que además solían disfrutar de una doble nacionalidad— daban la impresión de contemplar la posibilidad de «regresar» a Europa si las cosas se torcían allá donde estuvieran viviendo.
Hablábamos y recorríamos la carretera tediosamente derecha cuando una señal me llamó la atención: indicaba el desvío a la mina de uranio de Rössing. Me sorprendió la naturalidad del cartel, como si marcase la dirección que había que tomar a tal o cual localidad, granja o alojamiento.
En la Alemania de la que había salido tan solo unas semanas antes, el uranio se asociaba con la controvertida energía atómica, pero sobre todo, con el armamento nuclear. Y este asunto era también objeto de preocupación y debate en la Zaragoza española de la que procedía, donde desde 1953 operaba una base militar estadounidense.
Por eso y porque la Comunidad Europea andaba debatiendo si, para que pusiera fin al apartheid, convenía imponerle a Sudáfrica sanciones entre las que se contaba la «no cooperación» nuclear, yo creía que todo lo relativo al uranio era secreto.
Unos kilómetros después de dejar atrás el desvío a la mina de Rössing, el pedregal que recorríamos se convirtió en arena, íbamos hacia el mar, pero el mar no se dejaba ver. Hubimos de atravesar Swakopmund y llegar a la orilla para verlo.