Vivir «fuera» en la España de los ochenta implicaba confiar las relaciones a los servicios postales y de teléfonos, en aquel tiempo, estatales.
Las tarifas telefónicas eran altas y para poder comunicarse hacía falta un teléfono, fijo claro está, en cada extremo. El sistema de marcación automática comenzaba a extenderse, pero —si la memoria no me falla— cuando yo llegué a Zimbabwe, aún no se había impuesto allí.
En consecuencia, para hablar con cualquiera en Europa, había que poner una conferencia internacional a través de una operadora, que pocas veces la procuraba en el momento; por lo general, tardaba entre treinta minutos y varias horas.
La incertidumbre era el tenor del servicio, pues la operadora —nunca me topé con un operador— no solía anticipar cuánto tiempo necesitaría para establecer la conexión. De tarde en tarde, la conferencia se retrasaba tanto que, cuando sonaba el teléfono, yo me había olvidado de haberla pedido y me sorprendía al descolgar y oír: «Al habla su conferencia con…» o algo similar.
De hecho, la espera me resultaba tediosa, o insufrible tratándose de llamadas urgentes, y, cuando creía que se alargaba más de lo habitual, telefoneaba de nuevo a la central porque algunos avisos se traspapelaban y había que volver a formalizarlos como si fueran nuevos.
Esto pasaba porque las operadoras atendían dependiendo de si estaban libres y les tocaba el turno. Así, las peticiones o las reclamaciones y las anulaciones podían desvanecerse, sobre todo durante los relevos, ya que las telefonistas no siempre se ponían al corriente unas a otras.
Traba adicional era el idioma: las operadoras hablaban la lengua oficial del país en el que servían y, a veces, no les resultaba fácil identificar la localidad requerida ni tampoco entenderse con las colegas de un país cuya lengua fuese otra; factor este de relevancia cuando se pedía una conferencia «de persona a persona», que además tenía un coste adicional. Quizá por eso tan solo concerté una.
Diría que tampoco hice llamadas a cobro revertido, que consistían en cargar el coste de la conferencia al receptor, previa aceptación suya.
En cualquier caso, convenía mantener la línea desocupada durante el compás de espera, pues la conferencia podía llegar en medio de otra conversación y, aunque lo suyo era que las operadoras interrumpiesen, en ocasiones no lo hacían.
Cabía intrincar la cosa utilizando una línea compartida o party line, una única línea de teléfono que daba servicio a varios abonados en los extrarradios o en las granjas. El número era el mismo, salvo por la última cifra, distinta para cada abonado; también era diferente la señal del timbre. Así, aunque las llamadas sonasen en todos los teléfonos, cada cual distinguía las suyas.
Sin embargo, por despiste o por afán de cotilleo, había quien descolgaba sin ser el receptor solicitado y podía escuchar las conversaciones ajenas, algo que se consideraba de pésima educación; igual que ocupar la línea de continuo, porque entonces los demás no podían llamar. Eso sí, en una emergencia estaba permitido interrumpir.