Para ir de Zomba a Blantyre, recorrimos una carretera estrecha con algún que otro bache. En los arcenes siempre había alguien caminando: yo me preguntaba de dónde vendrían o a dónde irían, pues no se vislumbraban ni casas ni poblaciones cerca. Quizá estuvieran ocultas tras las hierbas de altura considerable que los bordeaban o los panizos más alejados.
A pocos kilómetros de la ciudad, la ruta se tornaba autovía. El centro de la urbe lo formaban dos amplias calles, de las que no recuerdo nada. Pero debió de ser allí donde visitamos una librería y una tienda de artesanía, en la que se exhibían desde instrumentos musicales, cuyos sonidos pudimos escuchar, hasta joyas de ébano y marfil (recuérdese que era 1983, varios años antes de la prohibición del comercio internacional de esos huesos establecida en 1989 en el marco de la CITES).
El caso es que no quisimos entretenernos mucho, pues habíamos de hacer un recado en Sikoti, un pueblo a 17 km, que ni entonces ni ahora aparece en los mapas. Pensamos que sería una bonita y amena excursión para aquella tarde. Calculamos, a nuestro entender holgadamente, media hora para la ida, otro tanto para la vuelta y una hora u hora y media para la visita de cumplido.
Al tomar el desvío por el que alcanzaríamos nuestra meta, nos deslumbró el bellísimo paisaje de colinas esmeralda resplandeciendo bajo el sol de la tarde y apenas prestamos atención al estado de la vía, bastante descuidada y peor asfaltada, que pronto se trocó en pista.
Atravesamos varias localidades despertando la sorpresa de los adultos y el jolgorio de la chiquillería, que nos saludaba y luego corría detrás del coche. Todos parecían divertidos a la par que asombrados.
Nosotros, en plena fascinación, no nos percatamos de que el camino dejaba atrás el valle y, en su progresión por una ladera, se hacía cada vez más angosto, más pedregoso, más escarpado. En el habitáculo, la tensión y el silencio crecían.
Fuimos reduciendo la velocidad hasta una tan testudínea que hubiéramos avanzado más yendo a pie, pero no podíamos dejar el automóvil en medio del camino y, mucho menos, girar para retroceder. Así que seguimos.
Cuando llegamos a lo que parecía el punto más alto de aquel cerro pelado, contuvimos el aliento: ahora tocaba bajar por una pendiente zigzagueante. Por fin alcanzamos Sikoti, resguardado entre colinas y rozando el borde de un declive.
Detuvimos el coche donde terminaba la pista, en las inmediaciones del poblado. Sus habitantes ya se agrupaban curiosos en el centro mientras nosotros aún nos estábamos apeando. Enseguida dimos con el destinatario del encargo, el padre de nuestro conocido y a la sazón una figura destacada en la comunidad.
Querían agasajarnos y nos invitaron a cenar, incluso a que pernoctásemos. Pero declinamos (aunque luego supimos que hacerlo era una grosería) y, a pesar del ocaso, sucumbimos a nuestra petulancia occidental e insistimos en irnos. Probablemente el amparo de los antepasados del lugar nos custodió durante las dos horas de un regreso espeluznante.