Paramos frente a las caravanas y a la casa sin terminar cerca de Karibib. Nuestro anfitrión, el dueño de la gasolinera, nos convidó a tomar algo. Entramos en su casa por la cocina y allí nos invitó a sentarnos a la mesa de madera cubierta con un mantel de plástico de un color crema triste.
El hijo, un joven de aspecto rudo, se nos unió, pero las dos mujeres que los acompañaban habían desaparecido nada más llegar; la mayor —que yo supuse esposa o compañera del gasolinero— lo hizo lanzándole a su santo una intensa mirada reprobatoria.
Y mientras padre e hijo nos servían la cerveza, reparé en el aspecto vagamente destartalado de la cocina que hablaba de una estancia inconclusa destinada a un uso ineludible.
La conversación no resultaba fluida, pues nuestro anfitrión solo hablaba afrikaans, algo de alemán y un poco de inglés; su hijo, solo afrikaans y algo de inglés, en tanto que nosotros desconocíamos esa lengua germánica derivada del neerlandés medio del siglo XVII cuya fonética y sintaxis se han ido distanciando de la de la lengua madre y que ha venido recogiendo préstamos del khoi y del san, del malayo, del portugués, del francés, del alemán, del inglés…
Pero la lengua no era el mayor escollo en la conversación, el auténtico obstáculo provenía de lo que los alemanes han dado en llamar Weltanschauung, esto es, la forma de ver y entender el mundo.
Así, la palabra «kaffer» —vocablo de origen árabe que significaba ‘infiel’ y cuyo correspondiente en español es ‘cafre’—, que ya en aquellos días de 1983 se consideraba escandalosamente despectivo, sonaba con frecuencia en labios de nuestros anfitriones; me chocaba tanto en aquel momento que, cuando la oía, era como si mis neuronas se alborotasen y perdía la concentración; con ella se me iba la capacidad de entender lo que se estaba diciendo.
Además, tenía la sensación de que mi cerebro estaba cortocircuitado: me resultaba una contradicción inasumible que gente tan atenta, incluso afable, hablase, y por ende tratase, de forma tan despectiva a otras personas por el mero hecho de que su pigmentación cutánea tuviera otra intensidad.
Un visita al cuarto de baño me permitió ver algo más de la casa: igual que la cocina era grande, pero resultaba desangelada. En medio del cuarto de estar, enorme y desnudo, un sofá solitario parecía clamar la presencia de algún otro mueble. Pensé que quienes habitaban el lugar tenían poco tiempo para el solaz.