Recuerdos: La punta meridional del lago Malawi

Hasta que visité África, las únicas masas de agua que había visto tierra adentro eran ibones, pantanos y lagos de dimensiones relativamente reducidas. A orillas del lago Malawi —Nyasa en su parte tanzana o Niassa en la mozambiqueña— creí encontrarme frente al mar, a falta quizá de ese olor tan característico que yo asociaba con él.

Por lo demás, me impresionó su oleaje, desatado por un viento que también conjuraba tormentas, sus limpias playas de arena fina, las barcas varadas en la orilla que hablaban de la pesca diaria…

De camino a su costa, pasamos por Mangochi, localidad situada en una especie de estuario, donde el lago Malawi se convierte en el alto Shire, río que, aguas abajo, se expande para formar el lago Malombe y luego vuelve a estrecharse recobrando su porte de río para desembocar en el Zambezi.

En los alrededores de Mangochi se ubicaban algunos hoteles con playetas privadas, que divisamos mientras viajábamos hacia el norte. Dimos un pequeño rodeo para acercarnos a Monkey Bay.

Con ese nombre, yo hubiera dicho que se trataba de un destino exótico poblado de monos, pero nada más lejos de la realidad. La pista de acceso terminaba en un puerto, aparentemente militar, custodiado por policías.

Después me enteré de que allí tenía su base el Ilala, un ferry que semanalmente surcaba el lago de sur a norte recalando también en fondeaderos de Tanzania e incluso Mozambique, entonces en plena guerra.

De Monkey Bay, me llamó la atención el aparente desorden urbano con una casa aquí, otra allá, un figón, un pequeño bazar y un hotel cerrado años ha.

Mantuvimos el rumbo atravesando el cabo de Maclear por una carretera cuyo estado convirtió los pocos kilómetros de distancia en una odisea. En el extremo de aquella lengua de tierra, la pequeña localidad homónima se veía a las claras que era un lugar turístico con sus bungalows, chalets e incluso un camping.

Desde la playa, muy concurrida pero tranquila y sosegada, apenas se distinguía la orilla opuesta. A lo largo del día, las aguas claras y cristalinas cedían a las caricias del sol para mudar del brillante azul oscuro mañanero al apagado gris plata vespertino. Con la noche, se hacían invisibles y solo las puntillas del olas besando la playa revelaban su presencia.

Comments are closed.