Recuerdos: Mbare

La primera vez que estuve en Mbare —el township más antiguo de Harare— a finales de 1983, me llevaron en coche. Íbamos de visita turística y nuestro destino era el mercado, Mbare Musika (o Msika), un recinto techado y exento, que semejaba una nave industrial, pero abierta por los cuatro costados. Entre sus columnas metálicas se distribuían los puestos recordando las manzanas de una ciudad, carentes, eso sí, de patios interiores, pues las traseras o los laterales de cada tienda limitaban con los de las vecinas.

Las manzanas se alineaban enfrentadas formando calles por las que, a cubierto del sol, transitaba la clientela o deambulaba la extranjería. El conjunto de quienes vendían, compraban o simplemente miraban emitía un abejeo relativamente suave para la mucha gente que había reunida.

Los mostradores, de aspecto más o menos tenderetil, ofrecían en su conjunto una miscelánea de todo lo imaginable: desde hierbas para las recetas del n’anga (sanador tradicional) hasta ropa y zapatos pasando por revistas ancestrales, libros de enésima mano o legumbres, frutas y verduras, estas últimas cuidadosamente expuestas en delicadas pirámides dignas de la mayor autoridad en maquetas.

Junto al mercado de los artículos cotidianos, se había edificado otra nave, esta con sus habituales paredes y claramente destinada a los turistas, en la que se ofrecían objetos artesanales tan variopintos como pucheros de barro modelados a mano, dagas con guardas repujadas, bastones ricamente trabajados, cestas tejidas con fibras mascadas, pipas de maderas preciosas, manteles a punto de cruz o colchas de ganchillo.

Alrededor de las construcciones había algunos tabancos en los que servían, entre otros, sadza nenyama o «farinetas con carne», un plato tradicional que combina puches de harina de maíz muy espesas —base de la alimentación en la zona— con carne (de vacuno, de pollo, de cabra…) generalmente sofrita en manteca de cacahuete y guisada con tomates y una verdura de la familia de las crucíferas típica del lugar.

La segunda vez que fui a Mbare lo hice sola. No recuerdo como llegué, quizá en bus, en taxi o a pie, pero si recuerdo que recorrí calles sin asfaltar y sin urbanizar al borde de cuyos límites imprecisos se levantaban bloques grises de viviendas en tres o cuatro alturas. Sin un árbol a la redonda, la imagen me golpeó con la fuerza de un contraste inesperado. Reconozco que no me atreví a caminar mucho, pues me sentía observada con la conciencia de quien se sabe llamativa y no puede diluirse en el anonimato circundante: no era tanto por mi vestimenta, que difería, a pesar de la pretendida sencillez, sino por el color de mi piel.

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