El 28 de abril de 1994 se acababa. Tras una jornada de actividad frenética y de emociones desbordantes observando, o sea viendo como la gente votaba en algunas de las barriadas más pobres de Johannesburg y dejándome atrapar por la ilusión general, me había acostado agotada, pero insomne.
Del exterior llegaba el sonido del trajín nocturno en Hillbrow, una zona residencial en el centro de la ciudad que, designada primero como ‘área para blancos’ —conforme al decreto de 1950 que establecía qué grupos raciales podían vivir dónde—, había pasado, ya en 1982, a ser un ‘área gris’ en la que las líneas de la segregación se difuminaban.
Una década después, por aquellos días de 1994 Hillbrow abarcaba calles que los blancos consideraban poco seguras y de las que habían ido desapareciendo los comercios en los bajos de edificios habitados por una población de todos los colores cada vez más pobre.
Ante los locales vacíos, en ocasiones también ante los que estaban aún en uso, se instalaban durante el día los vendedores ambulantes de todo tipo de mercancías. La economía informal, refugio de desempleados e infortunados para mitigar la penuria, suponía el 46% del comercio minorista. Por la noche, Hillbrow era un bullir de vida noctámbula, no exenta de criminalidad.
Las luces artificiales de la calle aclarecían la habitación del hotel en el que me hospedaba y los sonidos alborozados en la calle me invitaban a recordar lo acontecido a lo largo de los dos últimos días: las larguísimas colas de gente esperando para votar sin que pareciera importarles el frío del amanecer o el solazo del mediodía.
Me había conmovido la actitud decidida, paciente y tenaz, sobre todo, de las personas mayores. Algunas salían del colegio electoral con lágrimas en los ojos, quizá rememorando los embates y sacrificios personales y colectivos que había padecido hasta llegar a las puertas de un futuro democrático y libre de apartheid.
Eran días tensos —el 24 había estallado un coche bomba en el centro de Johannesburg matando a diez personas—, pero también jubilosos; cargados de expectativas y repletos de ceremonias simbólicas —como la arriada de la antigua bandera y la izada de la nueva— que escenificaban el cambio, el paso de una sociedad segregada e injusta a una cohesionada «Nación del Arcoíris».
De pronto comprendí que era un privilegio ser testigo de semejante acontecimiento histórico. Me sentí extremadamente afortunada y al momento me dormí.