A comienzos de octubre de 1983 me invitaron a pasar mi primer fin de semana «en las montañas» para huir de calor en Harare. Así que el viernes a primera hora de la tarde nos pusimos en camino hacia a la cordillera conocida como Eastern Highlands que limita la meseta central y separa Zimbabwe de Mozambique.
La carretera era ancha y estaba bien asfaltada (mejor que algunos tramos de la que entonces unía Zaragoza y Tudela en España). En aquellos días de la estación seca y calurosa, el sol caía a plomo sin consentir apenas ni una sombra, lo que le restaba al paisaje corriendo a los lados del automóvil cualquier profundidad, haciéndolo extrañamente plano, bidimensional.
Entre las hierbas secas, chamuscadas por un sol inclemente, se distinguían de tramo en tramo aquí y allá, construcciones de adobe techadas de paja aparentemente pequeñas por su lejanía.
También a trechos, a un lado u otro de la carretera, se erguían construcciones rectangulares de muros encalados con techos de uralita o de metal. En la parte superior de sus fachadas, claramente visible desde la carretera, un letrero anunciaba la identidad del edificio: «Bottlestore» (bodega), «Grocery Shop & Bottlestore» (colmado y bodega).
Bajo el cartel, un sencillo soportal seducía a viajeros y caminantes con una sombra que prometía el alivio de la calorina. En aquella ilusión de frescor siempre se veía a alguien: unas veces era el dueño, a la espera de suministros o de clientes; otras, algún comprador recobrando fuerzas para la vuelta; otras, un grupo de parroquianos simplemente departiendo.
Cerca de Rusape, hicimos escala en una cooperativa provenida de una granja para recoger a un amigo que allí trabajaba. La cena en la veranda fue muy agradable y se extendió hasta bien entrada la noche, lo que me pesó a la mañana siguiente cuando hacia las cinco comenzaron a cantar los gallos y a despertar los vecinos.
De la calle me llegaban las conversaciones matutinas de voces profundas (desde entonces he admirado la capacidad de los africanos negros de sacar la voz del pecho y hacerse oír a distancia sin gritar nada). También se distinguían por su sonido las tareas mañaneras: las escobas barriendo los patios o el ajetreado entrechocar de perolas y cucharones guisando los desayunos…
A las seis renuncié a seguir dando vueltas en la cama y me levanté para descubrir que era la última en sentarse a la mesa de un desayuno que llevaba ya un buen rato servido.
Mis compañeros estaban ansiosos por continuar el viaje y pronto volvimos a la carretera. Además de las construcciones que había visto el día anterior, me sorprendió ver de cuando en cuando figuras humanas de aspecto impoluto caminando en medio de la nada. Resultaba evidente que iban de un lugar a otro, pero ni el origen ni el destino eran visibles. Nunca dejó de asombrarme tal imagen.