Recuerdos: Zomba

De colina en colina, siempre acompañados por gente que transitaba los arcenes, alcanzamos la antigua capital de Malawi, Zomba.

Rodeando el macizo homónimo, la carretera se convertía en la calle principal de la urbe. A ambos lados, casas grandes y pequeñas, antiguas de estilo colonial y no tan antiguas sesenteras; una mezquita, el hospital —un edificio rectangular de una sola planta—, una iglesia, un monumento…

Una gasolinera con cinco surtidores, en cuatro de los cuales se leía Government Service Only (algo así como «Reservado para la Administración Pública»), sugería que a Zomba aún le quedaba algo de capitalidad.

Falda arriba las calles se tornaban más empinadas y las casas, más grandes. Siguiendo la estrecha carretera de sentido único ascendíamos despacio percibiendo con claridad como ganábamos altura: el valle abajo con sus casas y sus cosas, sus pueblos y sus pobladores se distanciaba y todo lo que contenía iba menguando.

Grandes tramos de la vía discurrían a la sombra de enormes árboles, coníferas de agujas cortas y picudas —quizá Juniperus procera— o largas y desmayadas —Pinus patula—. También por los arcenes de este camino transitaba gente, aunque no se podía adivinar de dónde vendrían o a dónde irían en medio de aquella espesura.

La vía terminaba junto a un pequeño hotel, del que apenas recuerdo nada, excepto que arribamos entrada la tarde. Debimos instalarnos rápido, pues se anunciaba el ocaso —que por esas latitudes es fugaz— y pretendíamos alcanzar el borde del macizo antes de que se ocultase el sol.

Este rozaba el horizonte cuando llegamos, hacía fresco y sentí que allí era muy fácil respirar —imagino que debido a los 2000 m de altitud—; olía a verde, a bosque, a vegetación húmeda.

A nuestros pies, la sombra del macizo iba cubriendo el valle mientras un velo dorado a la fuga cobijaba el resto del paisaje. Me sorprendió no oír ni un coche, nada de tráfico, ningún ruido de fondo; en cambio, se oían con claridad las voces de las personas en el valle: quedas conversaciones, saludos extensos, llamadas quizá a cenar o a recogerse.

Anochecía y en el cielo titiló una estrella, luego otra y otra y otra, como si una mano invisible fuera encendiéndolas de una en una. A la par, en el valle llameaban lo que imaginé serían hogueras domésticas. Las voces humanas se fueron apagando, ahora solo se oía el ladrido de algún que otro perro despidiendo el día.

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