Es el 24 de diciembre de 1983. Tras casi una hora de viaje persiguiendo los últimos rayos de sol y huyendo de los truenos y relámpagos que anuncian una fuerte tormenta por la carretera bien asfaltada y señalizada pero totalmente vacía, el microbús del aeropuerto se detiene sin previo aviso.
Los pasajeros nos bajamos, las maletas se descargan y en un segundo nos quedamos solos mi compañero de periplo y yo. Nos han dejado, dicen, en el centro de Windhoek. La calle está parcamente iluminada; no se ve ni se siente un alma, los edificios están a oscuras y solo en uno de los pocos rascacielos de la ciudad, donde está el mayor hotel del lugar, el Kalahari Sands, la tenue luz que se escapa de tres ventanas sugiere que podría haber alguien tras los cristales encortinados.
Cargados con las maletas enfilamos hacia el hotel, otro más sencillo. Kaiserstraße, Poststraße, Windhoeker Buchhandlung… los nombres me llevan de vuelta a la Alemania que hace apenas tres meses he dejado. Sin embargo, en estos rótulos hay algo desconcertante: están escritos en letra gótica, lo que evoca un pasado colonial muy lejano, de principios del siglo XX.
La misma solitud de las calles anida en la recepción del hotel. Preguntamos dónde podríamos cenar. «En ningún sitio. Está todo cerrado», nos dice el dueño del establecimiento. Nuestra desolación debe de ser palmaria porque se ofrece a subirnos algo de comer a la habitación.
Nos trae una botella de vino, además de un plato con fruta, sobre todo uvas, y embutido que acompañamos de una hogaza, incluida en el equipaje para «por si acaso». Acostumbrados a los banquetes caseros y familiares, esta cena de Nochebuena nos resulta pobre y deslucida, aun con la velita roja en forma de abeto y los paquetitos navideños que la rodean sobre el escritorio.
Abatidos nos lanzamos de nuevo a la calle en busca de celebraciones: iremos a la misa de gallo en la luterana Christuskirche, la iglesia de Cristo, situada en el centro de la ciudad y emblema de la misma. Pero cuando ya estamos llegando, casi sin resuello por la marcha acelerada, vemos como los asistentes abandonan el templo. La misa había empezado a las diez de la noche.
No nos rendimos a la decepción y buscamos la catedral católica de Santa María. Aquí las puertas están abiertas de par en par, el pórtico rebosa de gente y se escapan del interior las voces del coro entonando el último villancico.
También a esta ceremonia hemos llegado tarde, pero nos quedamos en la plaza viendo como la gente se va: se oye hablar alemán, afrikaans, inglés a gente de todos los colores. Las monjas del coro han salido para saludar a los feligreses; una me tiende la mano que estrecho sin saber bien en qué idioma contestarle.
Poco a poco la concurrencia se va dispersando. Apenas queda nadie en la plaza y regresamos al hotel, otra vez por calles desiertas que nos llenan de nostalgia.