Recuerdos: A Namibia por Navidad

Desde mediados de octubre los escaparates de las tiendas, sobre todo en la First Street, se habían ido llenando de nieve artificial y Papás Noel abrigaditos en sus trajes de paño rojo con remates de pieles blancas y sus botas calentitas, lo cual resultaba extraño de ver, cuando no agobiante, en pleno verano austral a 30 °C.

La navidades en Zimbabwe se me antojaban raras y más aquel año de 1983 en el que para las fiestas viajamos a Namibia, a la sazón África del Sudoeste, y a Sudáfrica.

Así, el día de Nochebuena por la mañana tomamos un vuelo a Johannesburg, donde hicimos escala. Por la tarde embarcamos rumbo a Windhoek en un Boeing 747 cuyo destino final era Zürich. Apenas un tercio de los asientos iban ocupados, en su mayoría por hombres solos, y me pregunté qué les habría inducido a viajar tal día.

Era época de lluvias y sobrevolamos cúmulos , cirrocúmulos, cumulonimbos;  nubes blancas, grises, marengo; unas finas, otras densas, y en algún tramo formando alfombras aparentemente suaves y mullidas que tentaba hollar.

Cuando iniciamos el descenso, las nubes van quedando atrás y a nuestros pies se avista una extensión inabarcable de tierra ocre sin un árbol ni una pizca de verde. Imagino que eso debe de ser el desierto.

En la inmensidad aparece una línea recta, se diría que trazada con una regla, probablemente sea una carretera; quizá lleve a Windhoek, pues la seguimos desde el aire. Otra línea, algo más delgada, se bifurca de la anterior y termina en un punto verdoso: ¿una casa, una alquería?

Unos kilómetros más allá, otra línea secundaria, otro punto verdoso. Los puntos se suceden cada vez más cercanos unos a otros, cada vez más verdes, cada vez más grandes. Aquí y allá se distingue algún que otro árbol solitario, mientras el terreno pardea hacia un verde casi oscuro.

Como por ensalmo surge una pista de aterrizaje a cuyos lados no se ve ni siquiera un hangar. Solo cuando el avión ya casi ha parado sin necesidad de ninguna maniobra, puede verse una pequeña torre de control inserta en un modesto edificio de una planta.

Al bajar del aparato justo cuando el sol se está poniendo, un viento cálido pero recio nos hace tambalear mientras nos dirigimos a pie hacia la cuca terminal; allí, sin que medie cinta transportadora alguna, el personal de tierra nos entrega las maletas.

Fuera, un minibús nos aguarda a los ocho pasajeros que hemos desembarcado; enseguida viajeros y maletas estamos a bordo y el pequeño autocar sale del aeropuerto como si llevase espías dándose a la fuga.

 

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