Las dos horas largas que habíamos pasado en la comisaría de Katatura, aquel 26 de diciembre de 1983, nos resultaban, una vez fuera, abstrusas.
En realidad, los agresivos jóvenes armados, que habían rodeado el coche cerrándonos el paso e intentando hacerse con la cámara y las llaves del automóvil, eran los guardias de seguridad del hostel. A sus gritos y al revuelo causado había acudido el gerente, quien tras escuchar lo sucedido llamó a la policía.
Cuando llegaron los agentes, nos «invitaron» a que los siguiéramos a la jefatura, donde otra vez hubimos de relatar lo sucedido y esperar. Y mientras esperábamos, se había hecho y pasado la hora de visitar a los Paulsen, a quienes solo al cabo de varios ruegos y un buen rato nos permitieron telefonear para decirles que nos retrasaríamos; apenas mentada ‘Katatura’, el agente que nos vigilaba cortó la comunicación.
Seguimos esperando hasta que al fin llegó el jefe: le relataron y relatamos el incidente. Sin decir nada, tomó nuestros pasaportes e instalado en la zona reservada para la policía, tras un enorme mostrador que dividía la estancia, pareció copiar una a una las páginas de nuestras licencias. Cuando terminó, nos las devolvió y, sin más, sin siquiera amonestarnos o requisarnos el carrete, nos indicó que podíamos irnos. Una perplejidad estridente aplastó el miedo que había estado atenazándome hasta ofuscarme.
Los Paulsen nos recibieron muy afables pero circunspectos, y me dio la impresión de que lo ocurrido revestía gravedad, sobre todo cuando al preguntarles, aún en la entrada, qué edificio era aquel que no podía fotografiarse, respondieron: «Pasen, pasen que ahora se lo explicamos». Diría que intentaban tranquilizarnos y sin embargo con aquel preámbulo calmo acrecentaron nuestra inquietud.
Pasamos al salón decorado para las fiestas en el que destacaba un árbol de navidad hecho con una rama sin hojas de acacia karroo adornada con lazos de raso carmesí. Intercambiamos fórmulas de cortesía. Nos sentamos a una mesita baja, puesta para el té y la señora Paulsen comenzó a servirlo. A mí tanto suspense me estaba enervando.
Ya acomodados, volvimos a repetir la pregunta. La respuesta llegó medida: efectivamente el complejo —que habíamos pretendido fotografiar, sin lograrlo— era un hostel. Estaba destinado a trabajadores temporales ovambo procedentes del norte; durante el periodo que les estaba permitido trabajar en Windhoek y residir en Katatura, no podían ni llevarse a la familia con ellos ni visitarla. Una situación «anormal» que generaba muchos altercados, nos dijeron, de ahí la fuerte presencia policial.
Una presencia que también era necesaria, justificaban, debido a que los trabajadores temporales ganaban salarios mucho más abultados que sus vecinos en el township y eso daba lugar a robos y disputas.
Incluso entonces, me pareció que aquellos trabajadores temporales eran una especie de reclusos sometidos a trabajos forzados y con el tiempo descubrí el verdadero alcance de un sistema ciertamente perverso.