Recuerdos: Katatura

Debían de ser las dos y media o las tres de la tarde y sobre Windhoek se abatía el bochorno de una tormenta caliginosa, densa y oscura, que apenas dejaría cuatro gotas.

Nos apresuramos a cargar las maletas en el coche recién alquilado, pues suspirábamos por emprender viaje hacia Swakopmund; pero antes queríamos despedirnos de los Paulsen.

Habíamos quedado en pasar por su casa a las cuatro de la tarde, así que aún disponíamos de un rato y mi compañero de viaje insistió en dedicarlo a visitar el township de Katatura.

Como todas las barriadas que, consignadas exclusivamente para la población negra, proporcionaban mano de obra barata a la localidad en cuyos aledaños se ubicaban, Katatura estaba en aquella época segregacionista a varios kilómetros de Windhoek y, en mi memoria, era invisible desde el centro de la pequeña ciudad. Tampoco aparecía en el mapa de carreteras.

Además, solo había un acceso a la barriada, que terminaba encerrada en sí misma por una vía circundante; este diseño urbanístico, propio del apartheid, convertía a los townships en arrabales aislados, fáciles de controlar por las fuerzas de seguridad.

Recuerdo que, ya desde la carretera, me desazonó el aspecto desatendido del lugar: las calles sin asfaltar, en las que no se distinguía la calzada del arcén; las casas de adobe sin pintar, sin encalar y con deslustradas techumbres de chapa ondulada; ni un árbol, ni una farola, ni una papelera…

Al virar hacia lo que suponíamos era el centro, nos llamó la atención un complejo de ladrillo rojo que destacaba entre las casas circundantes por su altura, de varios pisos; por su tamaño, equivalente al de toda una manzana, y por su estructura.

Mientras bordeábamos el alto muro que lo cercaba, comenzamos a distinguir una serie de edificios rectangulares de varias plantas erigidos en paralelo. De un viandante muy parco en palabras conseguimos averiguar, a pesar de su reticencia, que se trataba de un hostel u hospedaje para hombres ovambo.

Cuando doblábamos la esquina nos encontramos ante una gran verja, tras la que una pendiente daba paso en su fondo a la entrada del recinto. Varios hombres uniformados departían con un par de paisanos.

A petición de mi compañero de viaje, intenté —sin éxito— hacer una fotografía. No bien hube disparado, se desató el caos; mi compañero de viaje me apremiaba: «¡Esconde la cámara!, ¡esconde la cámara!» al tiempo que el coche quedaba rodeado por media docena de jóvenes con el dedo en el gatillo de sus armas largas.

Al susto inicial siguieron incomprensiblemente varias horas en el puesto de policía, del que nos dejaron marchar sin explicación alguna. 

 

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