Recuerdos: En las nubes

La primera vez que sobrevolé África era de noche. Así pues, no alcancé a ver nada en el exterior. En mi interior, sin embargo, pugnaban la pena de la partida y el gozo por la aventura en ciernes; y no podía sacarme de la cabeza la voz de Reinhard Mey repitiendo el estribillo de su canción Über den Wolken («Dicen que, cuando se está encima de las nubes, […] se dejan atrás los miedos y los problemas; y lo que creíamos grave e importante resulta nimio», sería una traducción libre).

Conforme el sol se alzaba y el avión descendía se reveló un amanecer inesperado por su viveza, una luz nítida que, para mí, solo Doris Lessing ha sabido describir en su Going Home (De vuelta a casa).

A nuestros pies se extendían kilómetros y kilómetros de una tierra ocre que, a vista de pájaro, parecía desierta; tan solo el gigantesco embalse de Cahora Bassa, en Mozambique, rompió aquella uniformidad durante unos segundos. Era septiembre, un mes de la época seca y calurosa que agosta incluso la sabana y la viste de pajizo.

Me asombró la yerma extensión salpicada, aquí y allá, por unos puntitos marrones agrupados en conjuntos más o menos dispersos que, como más adelante aprendería, eran pueblos. Desde las alturas también se podían distinguir los contornos un tanto difuminados de las plantaciones y granjas, cuyos propietarios seguían siendo, en su mayoría, colonos blancos.

Pasada ya la hora prevista del aterrizaje, algunas edificaciones anunciaron la proximidad de una ciudad, que, cuanto más nos acercábamos al suelo, más se alejaba. Al tomar tierra, la ventanilla me dejó ver un aeropuerto muy similar, pensé, al de Zaragoza, tanto por su tamaño como por su distribución. Era un edificio rectangular de dos plantas, con la torre de control en medio ocupando una tercera.

Al cabo de un buen rato comenzamos, por fin, a desembarcar, y aún hoy recuerdo como, en lo alto de la escalerilla, lo primero que noté fue un abrazo de aire cálido. Mientras caminábamos hacia una puerta de entrada a la terminal, me chocó ver fuera a varias personas; luego descubrí que habían venido para recibir a sus familiares o amigos.

Una vez concluidos los trámites aduaneros y recogida la maleta, quizá por el cansancio o tal vez por el alivio de haber llegado, la ilusión y el embeleso que me habían embargado durante el viaje comenzaron a diluirse cuando me encontré en un aeropuerto idéntico a los que ya conocía, y casi desaparecieron durante el trayecto a la ciudad por una carretera que, a bote pronto, me resultó simplemente sosa y carente de todos los atractivos exóticos que había imaginado. La vía atravesaba una zona industrial, como suele ser el caso en tantos otros lugares del mundo.

 

 

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