Recuerdos: Harare

Desde el primer momento se me presentó la capital de Zimbabwe como una urbe llena de contrastes. En sus largas avenidas —trazadas de este a oeste—, en sus calles rectas —orientadas de norte a sur— se elevaban modernos rascacielos junto a edificios de estilo colonial.

El centro, donde apenas había viviendas, se sofocaba en un ambiente aparentemente cosmopolita, fruto de la proximidad y la abundancia de oficinas, bancos y tiendas cuya clientela era una abigarrada mezcla de orígenes y colores que había olvidado medir el tiempo y desconocía la prisa.

Hacia el norte, el gran parque municipal —Harare Gardens o los Jardines de Harare— ofrecía la sombra de árboles centenarios y el aroma de flores procedentes de todo el mundo. A su alrededor, los tejados perdían altura conforme la distancia al centro aumentaba: los bloques de apartamentos se esponjaban, primero, en casitas adosadas con jardincillos frontales y, luego, en amplios chalés dispares; las calles se convertían en paseos y el alma administrativa y comercial se iba desperdigando por el sector diplomático hasta esfumarse al rozar los barrios residenciales.

En cambio, dirigirse hacia el sur significaba abordar un mundo diferente, en el que las huellas del pasado invitaban a remontarse hasta el siglo anterior. En aquellos días, los pequeños edificios con grandes soportales se diseñaban para resguardar al europeo recién llegado del sol implacable.

Años después, a principios de los ochenta, las mismas estructuras, ahora deslucidas, albergaban comercios con un vago sabor a rancio y unos escaparates de revoltijos surtidos, que insinuaban todo lo que podía haber dentro.

Bajo el techado de los porches, zapateros, relojeros y sastres, rodeados de sus trastos, aprovechaban la luz de la que carecían en el interior de las tiendas y trabajaban a la vista de los transeúntes exhibiendo sus habilidades.

Allende las vías del tren, todavía más al sur, se encontraba Mbare, el primer township o barrio segregado para negros. En origen se diseñó para que allí pernoctase la mano de obra masculina, inmigrante y soltera, a la que se le permitía el paso a Salisbury o aledaños en virtud de un contrato de trabajo temporal.

De la vieja distribución subsistieron unas edificaciones rectangulares de varios pisos con capacidad para alojar, cada una, a miles de hombres solos que compartían habitaciones. Se llamaban hostels, un eufemismo utilizado para designar unas construcciones, más ergástulas que residencias.

Andando el tiempo, se fueron instalando también familias. En el Mbare que yo conocí, las calles estaban sin asfaltar y no había jardines, más allá de las reducidas tablas que intentaban cultivar delante de sus pequeñas casas, en algunas zonas chabolas, quienes disponían de una; en realidad, se trataba de huertos minúsculos para el consumo familiar, en los que, eso sí, también se cuidaban las flores.

 

 

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