Recuerdos: Swakopmund

La ciudad construida junto a la desembocadura del río Swakop habrá cambiado mucho en los últimos cuarenta años, ahora parece que es una gran urbe turística. Cuando yo la visité en las navidades de 1983, era una localidad con menos de veinte mil habitantes y mis recuerdos del lugar se han ido borrando.

Permanecen, sin embargo, dos escenas que me vienen a la memoria repetidamente. La primera creo que corresponde al día que llegamos, el 27 de diciembre, a última hora de la tarde. Tras dejar las cosas en el alojamiento, salimos a dar una vuelta; queríamos acercarnos al mar. Soplaba una brisa tibia, pero viva, que levantaba pequeñas nubecillas de arena a ras de suelo allí donde no había asfalto.

Sin pavimentar estaba el firme bajo los raíles que todo el mundo cruzaba o seguía con total despreocupación. Me costó comprender lo natural de aquella actitud: si se trataba de las vías utilizadas por tren a Walvis Bay, había dejado de funcionar tres años atrás; si eran las del que iba y venía a Windhoek, circulaba por la mañana. Con todo, aún hoy percibo aquella extraña sensación de pisar arena para salvar el ferrocarril camino del mar.

Debió de ser al día siguiente cuando entendí el poder del desierto. Había salido a explorar la ciudad sin plan ni destino y, por alguna razón que sigo ignorando, me encaminé no hacia el centro de la villa, como hubiera cabido esperar, sino a las afueras. Bajo el sol estival de la mañana, anduve por las calles rectas y similares de una zona residencial hasta que una me absorbió: al fondo se veía el fin.

Por la acera de la derecha recorrí la calle desierta a la que se asomaban casitas de una planta en su mayoría con tejados de color bermejo a dos aguas y un espacio, que en otros lugares hubiera sido un pequeño jardín, resguardado tras una tapia. Algún que otro perro me ladró al pasar ante su cancela, pero conforme avanzaba el silencio se hacía más tupido.

A la altura de la última casa me detuve petrificada: la arena ocultaba la esquina final de la acera y cubría de manera ondulada pero desigual el último tramo de la calzada; más allá, se enseñoreaba por doquier. Un pasmo reverencial me bloqueó: no podía apartar la mirada de aquel cendal canela de expansión imperceptible, y mi único pensamiento fue rematadamente superficial: «¡Qué difícil ha de ser aquí tener la casa limpia y desarenada!».

 

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