Recuerdos: Misivas

A principios de los ochenta, la forma más habitual y asequible de comunicarse era hacerlo por escrito: cartas, postales, telegramas.

Los telegramas tenían mala fama, pues los mensajes que contenían —breves y sintácticamente cercenados para ahorrar palabras y, por ende, gasto— solían participar acontecimientos luctuosos como un fallecimiento, un accidente o un requerimiento.

Por tanto, no era de extrañar que a la gente le diera un vuelco el corazón cuando al abrir la puerta de casa veía a un cartero con un pliego azul en la mano. Sin embargo, los mensajes que se leían en las tiras blancas mecanografiadas con mayúsculas negras y pegadas sobre la hojita celeste también transmitían invitaciones, parabienes u otras nuevas amables.

Las tarjetas postales servían para «dar señales de vida» o mandar saludos cuando se estaba de viaje. La calidad de sus imágenes variaba considerablemente dependiendo no solo del lugar, sino también del motivo que se buscase.

Así, en Zimbabwe, las de la National Gallery, que reproducían obras o mostraban el recinto, superaban con creces las que se podían adquirir en los hoteles de Victoria Falls y enseñaban las cataratas, que a su vez eran mejores que las de Harare en las que se podían ver las amplias calles principales o una panorámica de la ciudad en la que destacaban los edificios más altos y modernos.

Con todo, lo habitual eran las cartas manuscritas de extensión indefinida y demora variable, también dentro de un mismo país. Si no lo recuerdo mal, por aquellos días en la capital de Zimbabwe había tan solo un reparto diario, lejos de los dos en España y aún más en el Reino Unido.

La dilación entre echar una carta al buzón y que la recibiese su destinatario dependía del buzón —su ubicación o la frecuencia con la que se hacía la recogida— y obviamente de la distancia que la misiva tuviera que recorrer. Si el trayecto era largo y rebasaba fronteras, era primordial que el sobre estuviera bien franqueado y convenientemente etiquetado con un «vía aérea», pues de otro modo podía tardar en llegar a su destino no ya semanas, sino meses.

Como los portes en avión se calculaban en función del peso, vendían en las papelerías unas cuartillas finitas, que recordaban al papel de fumar, y unos sobres de grosor parecido rematados con una orla de listas blancas, rojas y azules y una etiqueta impresa que rezaba «VIA AEREA / PAR AVION» o «AIR MAIL».

No obstante, lo más ligero eran los aerogramas, unos papeles también finísimos —en Zimbabwe de color azul celeste— que parecían cuartillas alargadas con unas alitas en la parte superior y en un tercio de cada lateral. Las hojas se doblaban sobre sí mismas en tres —dejando visibles el tercio medio y superior de la cara sobre los que se consignaban el destinatario y el remitente— y se cerraban doblando y pegando las alitas.

Aquel «invento» era, sin embargo, desconocido en la España de los ochenta y en las papelerías en las que lo solicité y describí, siempre me miraron con una extrañeza que rayaba el desconcierto. Pero en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española está recogido.

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