2. El olvido de la historia

Negar un hecho es lo más fácil del mundo. Mucha gente lo
hace, pero el hecho sigue siendo un hecho.

ISAAC ASIMOV

Intentando desentrañar los motivos del ensordecimiento, releo los libros de texto con los que ¿aprendí? Historia en el Bachillerato. Descubro que la palabra ‘África’ no se encuentra en el índice; es más, el Egipto antiguo se incluye en un capítulo titulado «Importancia y herencia cultural de los imperios del Próximo Oriente»1.

Tal vez porque, como dice Basil Davidson en The Search for África, conforme a la historiografía ortodoxa

el Egipto de los faraones, que empezó a surgir hacia el año 3.500 a.C., se nos ha explicado como si se hubiera desarrollado más o menos en un aislamiento total del resto de África, o como resultado de las influencias del Asia Occidental. Según esta creencia tan fuertemente arraigada, parece como si la tierra del antiguo Egipto se hubiera separado del delta del Nilo hace cinco mil quinientos años para zarpar hacia el Mediterráneo y anclarse en las costas de Siria. Y allí permaneció, aparentemente flotando en alguna parte de los mares del Levante, hasta que los conquistadores árabes lo remolcaron al lugar al que antaño perteneciera.2

Y ese lugar era el continente africano, no sólo desde el punto de vista geográfico. De hecho, la teoría de que los primeros egipcios fueran ‘blancos’ o camitas (descendientes de Cam, el hijo al que Noé maldijo) resulta cada vez más insostenible. Por el contrario, estudios e investigaciones realizadas en la última mitad del siglo XX tienden a confirmar su origen mestizo (fruto de su privilegiada situación en las rutas entre África y la cuenca Mediterránea), o incluso su ascendencia meramente africana, como sostiene, entre otros, el historiador Cheikh Anta Diop.3

Del mismo modo, mientras en mi antiguo libro de texto se lee «Euclides creó las Matemáticas» 4, lo cierto es que Euclides estudió esa ciencia en Alejandría, pues los egipcios, ya poseían conocimientos matemáticos: habían desarrollado una aritmética basada en el sistema decimal, sin cero, pero con fracciones; e inventaron la geometría, según afirman los mismos Heródoto y Estrabón. Y fue de los egipcios de quienes los griegos aprendieron medicina y farmacia, entre otras muchas cosas. Así pues, la Grecia clásica se nutrió con los conocimientos del Egipto al que los helenos admiraban. Lo cual resultaría un tanto peregrino de ser cierta la afirmación del mismo libro:

Contrariamente a todos los pueblos que hemos estudiado hasta ahora [Prehistoria, Mesopotamia y Egipto], el griego tuvo una mentalidad humana y lógica. [...] Desde el idioma, en que encontramos palabras de origen griego, hasta las matemáticas, los principios de nuestro mundo están en Grecia. El sentido de libertad individual, la belleza artística, el teatro, la poesía, la Historia, la Filosofía, el sentido racional y lógico de nuestra mentalidad, todo ha nacido en Grecia y sobre todo en la Atenas del siglo V a.J.C.5

¿De dónde surge esta curiosa distorsión de la historia? Para algunos autores como Basil Davidson o Martin Bernal, autor de Black Athena (Atenea negra), es consecuencia de las necesidades de la Europa del siglo XIX. Hasta entonces, el preludio de la civilización europea se situaba en la Grecia del siglo VI, pero se aceptaba que ésta había emanado de otras civilizaciones más antiguas, sobre todo, de la egipcia y de la fenicia. Sin embargo, para la Europa decimonónica resultaba difícil armonizar esta idea con el estereotipo de los ‘pueblos primitivos de mentalidad infantil’, a los que los Imperios se sentían en la obligación de civilizar; reconocer en ellos la propia ascendencia hubiera sido tanto como negar la superioridad que capacitaba a Occidente para llevar a cabo su misión de tutela.

En consecuencia, Europa reescribió la Historia desde su asumida posición de adalid de la humanidad y al calor de los nacionalismos, que la instrumentalizaron para hacer de ella una parte del ‘patrimonio nacional’. Así, el aforismo de que la Historia no es el mero recuento de acontecimientos, sino la explicación de cómo el presente ha llegado a ser lo que es, se aplicó a la inversa: el presente determinaba el pasado, o al menos su crónica. Una crónica que parecía presentarnos el devenir de distintos pueblos como si de territorios prácticamente aislados se tratase, y que ha perdurado hasta muy recientemente.

Grecia pues, se encontraba en los confines de Europa y Asia, pero no estaba necesariamente sujeta a la influencia directa y continua de ninguna de ellas. Aunque el nacimiento y el desarrollo de la sociedad griega estuvieron directamente ligados con la historia más antigua y contemporánea del Próximo Oriente, los griegos estaban lo bastante lejos para poder transformar las ideas recibidas en una forma de civilización prácticamente nueva. Durante los siglos oscuros, el Egeo estuvo casi completamente aislado de contactos externos, y este fue un elemento de gran importancia, porque favoreció la aparición del pensamiento griego en la época histórica.6

2.1. Un paseo por el Índico

Pero ni Grecia, ni Egipto, ni Persia fueron reductos aislados. Por el contrario, estuvieron relacionados, al igual que muchos otros pueblos del orbe.

Personalmente creo que la convicción de que las civilizaciones surgen desvinculadas unas de otras y casi espontáneamente ha sido la que hoy nos lleva a creer que la ‘mundialización’ es una primicia del siglo XX. Puede que sus características sean distintivas, pero los contactos entre pueblos diversos se han dado ‘desde que el mundo es mundo’ o al menos desde que las personas lo habitamos.

Un ejemplo de esas relaciones se rastrea en el Océano Índico. Pese a su extensión, el Índico nunca fue un mar aislante; por el contrario, sus aguas han ofrecido, desde hace mucho tiempo, rutas que enlazaban a pueblos distantes. Navegarlo tan sólo requería una cierta humildad para saber utilizar las corrientes y conocer el humor de los monzones. Quienes vivían en sus costas pronto aprendieron sus reglas. Durante siglos el Océano Índico ha sido, y sigue siendo, un mar de tránsito, empresa de comerciantes y abrigo de piratas. Y aunque hoy singlar por él no lleve muy lejos, fue durante casi un milenio una ruta de encuentro entre el Asia, para Europa, más lejana y el África más meridional.

Por sus aguas se dispersaron los hablantes austronesios que llegaron incluso hasta Madagascar. Ya en el siglo I de la era cristiana, las técnicas de navegación de aquellos a quienes los chinos llamaron kun-lun, y entre quienes los austronesios formaban un grupo numeroso, habían alcanzado un notable grado de perfección. Sus grandes barcos, conocidos como kun-lun bo, podían alcanzar los 50 metros de eslora, eran capaces de transportar de quinientas a mil personas y una carga que oscilaba entre las 250 toneladas y las 1000 toneladas, vestían velas tejidas y navegaban por alta mar. 7

La historia de Madagascar antes del siglo X, a veces incluso antes del siglo XV, se contempla como una franja de «incertidumbre» y existen teorías diferentes sobre la misma. Pero el hecho es que la isla estaba integrada en un sistema comercial interregional al que ofrecía madera, goma de calafatear, plantas aromáticas y especias, y sobre todo canela, un producto sumamente lucrativo. Parece ser que la ineficaz alianza de Axum y Bizancio con la Persia sasánida, y la competencia de Ceilán en el comercio de la canela (finales del siglo VII y principios del VIII), empujó a los comerciantes malgaches a entablar relaciones directas con los persas. Algunos se instalaron en Adén (hoy en Yemen) y establecieron una ruta marítima que unía el sur de Arabia con al-Kumr (Comores y Madagascar) navegable en un solo monzón.

Esta relación llevó a la conversión de algunos malgaches al Islam, y éstos a su vez iniciaron a los marineros de Omán y Siraf en la ruta marítima directa al norte de la isla. Mientras, la zona oriental de Madagascar, parte aún de la órbita kun-lun, comerciaba con China a través del reino sumatreño de Srivijaya. Productos del continente africano —con el que los malgaches también comerciaban de forma regular— tales como el marfil, las pieles de animales, el ámbar gris o incluso esclavos, llegaron así a China. Madagascar fue posiblemente durante los siglos VII al XI el punto de separación, o de conexión, entre los comerciantes árabes y los kun-lun.

Asimismo, fue a través de Sumatra cómo los africanos entraron en contacto, aunque de forma indirecta, con los chinos, de quienes apreciaban sus diversos tipos de porcelana, de los que se han encontrado restos en lugares tan aparentemente alejados como Zimbabwe. Y es a los chinos a quienes se deben hallazgos y mejoras en los instrumentos de navegación, tales que el timón de codaste, la brújula, la deriva fija o las anclas, al igual que los progresos en el sistema de velamen, que revolucionaron la navegación marítima en todo el mundo. A pesar de lo cual, sólo a comienzos del siglo XV se aventuró China hacia el Índico occidental con las expediciones de Zheng He, quien llegó a las costas de África oriental.

Esas mismas costas habían conocido ya a los mercaderes indios en los primeros años de la era cristiana y no faltan documentos que hablan de la llegada regular de navíos desde el subcontinente asiático y de las influencias indias en Etiopía y Nubia. Sin embargo, el avance del comercio musulmán a partir del siglo VII parece haber desplazado el interés indio hacia la zona sur y oriental del Índico.

Aunque entre los siglos VII y XI las relaciones entre África y la India alcanzaron su punto más bajo, se mantuvieron algunos contactos. Tradiciones orales de la costa africana cuentan la llegada, antes del siglo XII, de un pueblo llamado debuli que habría llegado de al-Daybul (Dabhol o Dabul), en la desembocadura del Indo. 8

Sea como fuere, los grandes imperios comerciales indios, como Chola o Gujarat, incluyeron en su órbita de actividades las costas africanas orientales desde muy pronto. A partir del siglo XV los baniya o banianos, nombre con el que se conocía a los gujaratíes, fueron estableciendo una presencia cada vez más patente. En el siglo XVII se encontraban incluso en los pequeños asentamientos (oficialmente portugueses) del valle del Zambezi y en el siglo XVIII, el debilitamiento progresivo de Portugal vino acompañado de un fortalecimiento de la comunidad mercantil india, cuya importancia se amplió en el siglo XIX.

He mencionado, aunque sólo de pasada, la importancia de los árabes en el comercio del Índico occidental. Ellos eran quienes controlaban en gran medida el de esa región, pero a la vez, quienes establecían los contactos con el Mediterráneo. En el siglo XV, los europeos parecieron cansarse de lo que percibían como un monopolio, sobre todo, cuando se trataba de especias. Aunque también impulsados por otras razones, tanto políticas como económicas, se lanzaron a la busca de otros itinerarios hacia la India que evitasen las rutas controladas por los árabes. La «incursión» europea, la portuguesa, llegó al Índico precisamente en el momento en el que más intensas eran las relaciones entre los pueblos que habitaban sus costas.

2.2. De controlados a controladores

Es en ese punto de la historia, cuando en mi libro de texto se vuelve a mencionar África («La época de los grandes descubrimientos»), eso sí como mero obstáculo que con grandes esfuerzos superaron los portugueses. La narración está construida de tal modo, tan centrada en los portugueses, que una podría llegar a pensar que África estaba deshabitada, porque no hay mención alguna sobre los africanos. O tal vez la forma de relatar este episodio intente velar que los europeos entraron en el Índico como elefantes en una cacharrería.

Dice B. Davidson en The Story of Africa, citando una fuente árabe contemporánea de los hechos, que los habitantes de la costa oriental de África creyeron encontrar en los portugueses, en las «gentes venidas de la tierra de los francos», nuevos socios comerciales: «pensaron que los francos eran hombres buenos y honestos». Pero desgraciadamente se equivocaron. «Quienes conocían la verdad confirmaron que los francos eran personas corruptas y deshonestas, que habían llegado para explorar el territorio y luego conquistarlo». 9

Los portugueses tomaron Kilwa y saquearon Mombasa, arrasaron Zanzibar, Zeila, Berbera y poco a poco fueron estableciendo sus puestos comerciales a lo largo de la costa hasta llegar a la India, en un intento por romper el monopolio de los comerciantes musulmanes, al menos en relación con el mercado europeo.

Pero en el norte de este mercado, los holandeses se habían convertido en los principales distribuidores de los productos asiáticos, africanos y americanos que les llegaban de España y Portugal. La insistencia de los Países Bajos en no reconocer la autoridad de Felipe II, llevó a éste a cerrar los puertos de la península Ibérica a los barcos holandeses. Para mantener su posición comercial, los holandeses fundaron en 1637 la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, dispuesta a competir en el Índico con los portugueses. Sin embargo, su asentamiento en el Cabo de Buena Esperanza les permitió utilizar una ruta alternativa cuyas corrientes y vientos les llevaban directamente al Estrecho de Sonda (entre las islas de Sumatra y Java).

Aunque en principio, la Compañía alentó el asentamiento de colonos holandeses en la ciudad del Cabo, pronto se dio cuenta de los problemas, económicos entre otros, que la nueva población planteaba y, en un giro de su política, comenzó a trasladar a esclavos malayos a la esquina meridional de África. Franceses y británicos entraron también en aquella competición —cuya meta era esencialmente la India— que reflejaba, a secas, su rivalidad como pretendidos imperios. Entre el siglo XVI y finales del siglo XIX, los europeos fueron instalándose en puntos de la costa africana.

A pesar de sus muchas reservas, un buen número de gobernantes africanos aceptó con cautela la presencia europea con el fin de consolidar su poder y su capacidad militar, al tiempo que intentaban minimizar el impacto social y cultural. Las nuevas relaciones comerciales impulsaron la actividad mercantil, aunque de forma dispar. Mientras en la zona oriental los intercambios seguían su curso, la trata de esclavos, impulsada por el capitalismo europeo, transformó la economía en la costa occidental: las personas se convirtieron en la única moneda de cambio que los europeos aceptaban en sus transacciones. La ingente despoblación tuvo como consecuencia lógica la transformación de las estructuras políticas y sociales.

Por otro lado, la progresiva incorporación de África, como suministrador de productos esenciales, a la economía mundial controlada por Europa hizo que la trata de esclavos dejase de ser rentable. Controlar África era pues controlar la propia despensa, lo que desató en el siglo XIX la creciente competencia entre los imperios europeos por apoderarse de las mayores extensiones posibles. La rivalidad entre Francia y Gran Bretaña permitió a los portugueses, alentados por los británicos que buscaban frenar así el avance galo, reclamar vastos territorios en Angola y Mozambique.

De este modo, África se vio involucrada en una pugna que al final (1884-1885) supuso su reparto. Un reparto que preludiaba el Acuerdo franco-británico de 1862, por el que Francia veía reconocido su control sobre Madagascar, las Comores y el estrecho de Mozambique, mientras Gran Bretaña se ‘quedaba’ con Zanzibar, y por ende con la costa oriental. Aunque aparentemente el objetivo principal de los europeos había sido alcanzar la India por el camino más corto y rápido, la apertura del Canal de Suez no supuso una disminución del interés europeo. Por el contrario lo alimentó, pues África se había convertido en la reserva de Europa.

2.3. Piedra sobre piedra

Una reserva que día a día se había ido haciendo más necesaria, y que por lo tanto exigía cada vez mayor control. Lógicamente, lo más sencillo era simplemente tomar posesión de ella, pero esto hubiera entrañado una insufrible contradicción: si todos los hombres eran iguales, y en buena lógica tenían los mismos derechos inalienables; si la soberanía nacional era un principio aceptado por las ‘sociedades civilizadas’, que se jactaban de haber establecido y de defender esos derechos, ¿cómo podían esas mismas sociedades atropellarlos?

La trata había convertido a los esclavos en meros objetos de compraventa. En su momento, la esclavitud se justificó con razones diversas, desde las religiosas basadas en la maldición de Noe a su hijo Cam, que condenaba a sus descendientes, identificados con los africanos, a ser servidores de los descendientes de sus otros hijos hasta las que se derivaban del tipo de trabajo servil al que eran sometidos los esclavos; pasando por otras ‘perlas’ del pensamiento ilustrado como las que proporciona Rousselot de Surgy en sus Pensamientos Interesantes de 1765: «Los negros no razonan, no son espirituales, carecen de toda capacidad de abstracción. Tienen una inteligencia que parece inferior a la observada en los elefantes». 10

Y estas ideas fueron calando tan hondamente que la abolición de la esclavitud no supuso, ni mucho menos, el reconocimiento de la igualdad de los africanos. La medida, tal como se recoge en la Declaración de las Potencias sobre el tráfico de negros firmada en Viena en 1815, se acordó porque «el comercio conocido bajo el nombre de ‘Tráfico de negros de África’ ha sido visto por los hombres justos y esclarecidos de todos los tiempos, como repugnante a los principios de humanidad y moral universal». 11

Sobre el poso que dejaran las ideas anteriores, se fueron asentando las descripciones siempre curiosas y sorprendentes de misioneros y aventureros que contemplaban África y a los africanos a través del cristal europeo. Todo lo que veían y vivían se medía con el propio baremo: Entre los nyamwezi, cuenta Richard Francis Burton, «el nacimiento, siempre que los padres tengan medios para ello, se celebra con una orgía; por lo demás no hemos observado la existencia de ceremonias que hagan las veces de un bautismo». 12

Así, las observaciones descaminadas se unieron a los prejuicios anteriores. Al calor de unas y otros, maduraron lentamente nuevos argumentos que justificaban la auténtica necesidad de que las potencias europeas controlasen África. Entre dichos argumentos se esgrimía la «faceta humanitaria y civilizadora», que invocaba el ministro francés Jules Ferry en 1885: «Es preciso afirmar abiertamente que las razas superiores tienen un derecho con respecto a las razas inferiores [...] porque existe un deber hacia ellas. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores». 13

Un deber que quedó plasmado en el Acta general de la Conferencia de Berlín para favorecer el desarrollo del comercio y de la civilización en ciertas regiones del África y asegurar a todos los pueblos la libre navegación del Congo y Níger, firmada en Berlín el 26 de febrero de 1885: «Las Potencias que ejercen derechos de soberanía o que tienen influencia en aquellos territorios, se obligan a velar por la conservación de las poblaciones indígenas y la mejora de sus condiciones morales y materiales de existencia[...]». 14

Un deber, cuya vigencia se mantenía en 1919, como se desprende del Artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones:

Los principios siguientes se aplicarán a las colonias y territorios que, a consecuencia de la guerra [la Primera Guerra Mundial] hayan dejado de estar bajo la soberanía de los Estados que los gobernaban anteriormente y que estén habitados por pueblos aún no capacitados para dirigirse por si mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo moderno. El bienestar y desenvolvimiento de estos pueblos constituye una misión sagrada de civilización, y conviene incorporar al presente Pacto garantías para el cumplimiento de dicha misión. 15

2.4. Arreglando el pasado

Y si los negros, esa raza inferior con mentalidad infantil necesitada de la mejora de sus condiciones morales y materiales, debían ser objeto de la misión civilizadora, se deducía que no eran civilizados; y si no lo eran ¿cómo iban a tener Historia? Se trataba simplemente de pueblos primitivos, que a todas luces carecían de un pasado digno de mención, pueblos anclados en la ‘pre-historia’, interesantes objetos de investigación etnológica y curiosas muestras para exponer en las Exhibiciones Universales tan de moda a finales del siglo XIX.

De este modo, cuando en 1910 el africanista alemán Leo Frobenius encontró en Ile-Ife (hoy en Nigeria), unas bellísimas cabezas de terracota, parte del pasado yoruba de los siglos XII o XIV, regresó a Europa proclamando que se trataba de la obra de una colonia griega perdida; y cuando el geólogo alemán Carl Mauch se topó con las gigantescas ruinas medievales del Gran Zimbabwe aseguró que se trataba del legendario lugar del que había salido el sándalo para el templo erigido por Salomón en Jerusalén, definitivamente era obra de los súbditos de la reina de Saba; otros con posterioridad afirmaron que se trataba de una obra fenicia o árabe; en cualquier caso, todos les negaban a los africanos su autoría:

Sin capital y sin la colaboración necesaria para crear capital, no se puede lograr una gran civilización tecnológica y urbana. Por lo tanto, está claro que la civilización de la que hablaban los extranjeros en el siglo XVI, por entonces ya arruinada, no pudo ser fruto de los bantu de aquella época, ni de los de otras anteriores. No habían llegado todavía al estado de evolución de la sociedad que les permitiera ser arquitectos ni organizadores de tan gigantescas obras. Incluso la magnitud del trabajo no podría haber sido aceptada por una sociedad bantu, ni entonces ni ahora, a no ser bajo el látigo del capataz o del negrero.

Son palabras de Robert Gayre of Gayre en su obra acerca del origen de la civilización de Zimbabwe, publicada en 1972.16

Y así los africanos, que habían sido desposeídos de su dignidad como personas merced a la trata de esclavos y a quienes no se consideraba capaces de gobernarse a sí mismos, también perdieron su Historia.

Pero de todo esto, no se habla en mi viejo libro de texto y tampoco en los nuevos que he ojeado. Es cierto que nosotros nunca llegábamos al siglo XX y sólo con dificultad, a la mitad del XIX; me pregunto si este es el motivo de que los libros de texto actuales estén dedicados precisamente a ese período que yo no conocí. Cualquiera que sea la razón, ni en uno ni en otros encuentro nada que les devuelva su Historia a los africanos.

Por el contrario, esa Historia sigue oculta, a veces incluso retocada. Todos parecen estar de acuerdo, por ejemplo, en que Zimbabwe se independizó en 1965. En realidad, ese fue el año en el que Ian Smith al frente de un gobierno ‘blanco’ proclamó la independencia de forma unilateral, independencia que sólo fue reconocida por Sudáfrica. La declaración era el culmen de una aspiración que se había iniciado muchos años antes en otras colonias de población: que los colonos (blancos) pudieran gobernarse de forma soberana.

Esta aspiración era la consecuencia lógica del pensamiento que se había ido construyendo con anterioridad: los ‘nativos’ eran como niños que necesitaban tutores; los colonos estaban dispuestos a asumir la responsabilidad, eran hombres civilizados que podían seguir llevando a cabo la ‘sagrada misión civilizadora’, pero hombres que esperaban el reconocimiento de sus derechos y el reconocimiento de su soberanía.

Por su parte, los ‘nativos’ habían combatido en la Segunda Guerra Mundial, habían sido reclutados para defender la Libertad, y habían visto como poco a poco sus vecinos recobraban la independencia perdida durante tanto tiempo. A la declaración unilateral de independencia (conocida como UDI), siguieron años de sangrienta lucha armada y de feroces revanchas, dentro del país y en los países vecinos que acogían a los guerrilleros independentistas.

La guerra en Zimbabwe desató la guerra de Mozambique: Ian Smith creó la Resistencia Nacional Mozambiqueña, conocida como Renamo, tanto para combatir a los rebeldes de Zimbabwe que se refugiaban en el país vecino, como para castigar al gobierno marxista de Samora Machel por el apoyo que les prestaba a las guerrillas, amen de intentar frenar así el avance comunista que se extendía por el continente. Finalmente Zimbabwe recuperó su independencia de manos de los británicos en 1980, Mozambique tardó casi dos décadas en silenciar las armas, porque Renamo seguía recibiendo ayuda del exterior.

2.5. Descripciones del presente

Tampoco estos acontecimientos encuentran espacio en los actuales manuales de historia para educación secundaria. En consecuencia, la imagen que se sigue repitiendo de África es la misma decimonónica que heredamos, y el relato del presente —basado esencialmente en las informaciones transmitidas por los medios de comunicación— no hace sino reforzarla, porque ahora los africanos además son pobres, son violentos y están enfermos.

Al menos eso es lo que me llevan a pensar ladillos como «El continente del hambre y las epidemias», con el que el libro de 2º de ESO de la Editorial Anaya inicia su descripción del África actual. El texto centra su primera parte en la agricultura, y explica: «Se suele caracterizar a los pueblos de África negra por su pertenencia a culturas ligadas a diferentes cultivos o al ganado: la civilización del mijo (zona subsahariana) o de la vaca (Kenia) o del plátano (Uganda y Ruanda) o la civilización de los rebaños de los pueblos peul (entre el Senegal y el este del lago Chad)». ¿No sugieren estas frases pueblos primitivos anclados en un pasado remoto? ¿Es esa, agrícola o ganadera de subsistencia, toda la cultura que les reconocemos?

Confieso mi disgusto, tal vez incluso irritación, ante textos generalizadores que no apuntan diferencias entre las distintas regiones (Magreb, África Occidental, África Central, el Cuerno de África, África Oriental, África Austral); que hablan de África como si de un todo homogéneo se tratase, sin hacer distingos entre los casi 60 países que la conforman; sin discriminar los tipos de gobierno; sin siquiera nombrar las diferencias en la densidad de población que van de entre 1 o 2 habitantes por kilómetro cuadrado (Botswana) a más de 200 habitantes por kilómetro cuadrado (Rwanda, Burundi); por no mencionar el silencio sobre las lenguas, las religiones, los legados del pasado, etc.

Y en esta línea, el manual, también de 2º de ESO, de la Editorial SM se ‘despacha’ África en tres párrafos con el título de «África, un continente olvidado»:

África es un continente con graves problemas políticos, étnicos, económicos y sociales, en algunos casos de tal envergadura que parecen tener muy difícil solución. La mayor parte de los países del África subsahariana son países empobrecidos y devastados por la guerra civil, la corrupción y los desastres, ya sean naturales o producidos por el hombre. Los frecuentes enfrentamientos entre grupos rivales siguen provocando numerosos muertos [...] La ONU está destinando importantes fondos de ayuda al desarrollo, tratando de concentrarlos en la educación y la salud para que África pueda romper el terrible círculo vicioso de incultura, violencia, hambre y represión[...].

En verdad, este texto haría las delicias de cualquiera que investigase su semántica, porque no hay una sola expresión positiva: pobreza, destrucción, guerra, corrupción, desastres, enfrentamientos, rivales, muertos, terrible, círculo vicioso, incultura, violencia, represión y otras de cariz similar que incluye el resto del pasaje. Si estos son los términos con los que se describe África ¿cuál será la imagen que se forme quien los lea?

¿Es esto todo lo que sabemos de África? Aparentemente así es, o eso al menos revelan los resultados del sondeo de Intermón arriba mencionado: el 24,9% de los encuestados no conoce ningún país africano, o como titulaba El País al hacer referencia a la noticia el 8 de octubre de 1998: «El 25% de los españoles no sabe nombrar un solo país africano». En este contexto, tampoco debería haberme llamado la atención que el mismo periódico, el 4 de agosto de 1997, publicase un mapa de África en el que se pretendían señalar «Las antiguas colonias de Francia», pero que omitía 13 de ellas, mientras la República Democrática de Congo (antiguo Zaire) y Rwanda (ambas antiguas colonias belgas) aparecían como tales; o que en el pie de foto que describía la instantánea incluida en la noticia («La ‘grandeur’ se desmorona en África») se convirtiese al presidente de Togo, Etienne Gnassingbé Eyademá (por cierto presentado como Gnasimbe Eyadema) en «líder de Nigeria».

A menudo me pregunto en qué medida cambiarían nuestras opiniones sobre los africanos si supiéramos más de África, si realmente conociéramos su Historia. ¿Qué nos diría de la nuestra? ¿Nos atreveremos alguna vez a sumergirnos en ese pasado?

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Notas

  1. Rosa Ortega y Juan Roig, Demos I. Historia Universal. Antigua y Media. Editorial Vinces-Vives, Barcelona, 1969.
  2. Basil Davidson, The Search for Africa. A History in the Making, James Currey, London, 1994, pág. 319.
  3. V. Cheik Anta Diop, «1. Origin of the Ancient Egyptians», en G. Mokhtar (ed.) General History of Africa. II Ancient Civilizations of Africa, UNESCO /Heinemann, 1981, págs. 27-57.
  4. Rosa Ortega y Juan Roig, op. cit., pág. 54.
  5. Ibid. pág. 49.
  6. Chester G. Starr, Historia del Mundo Antiguo, Akal, Madrid, 1974, pág. 212.
  7. Bakoly Domenichini-Ramiaramana, «25. Madagascar», en I. Hrbek (ed.) General History of Africa. III Africa from the Seventh to the Eleventh Century (abridged ed.), James Currey/California/UNESCO, 1992, pág. 333.
  8. Ivan Hrbek, «1. Africa in the context of world history», en I. Hrbek (ed.) op. cit. pág. 12.
  9. Basil Davidson, The Story of Africa, Mitchell Beazley, London, 1984, pág.17.
  10. Jacques-Philibert Rousselot de Surgy, Mélanges intéressans et curieux, ou Abrégé d'histoire naturelle, morale, civile et politique de l'Asie, l'Afrique, l'Amérique, et des terres polaires, Tome X, Lacombe, Paris, 1766, p.165.
  11. Juan Carlos Pereira Castañares y Pedro Antonio Martínez de Lillo, Documentos básicos sobre la historia de las relaciones internacionales (1815-1991), Editorial Complutense, Madrid, 1995, p. 8.
  12. Citado por Anne Hugon en La gran aventura africana, exploradores y colonizadores, Ediciones B.S.A., Barcelona, 1998, pág. 142.
  13. Ibid. pág. 107.
  14. Ibid. pág. 99.
  15. Ibid. pág. 249.
  16. R. Gayre of Gayre, The Origin of the Zimbabwe Civilization, Galaxie Press, Salisbury, 1972. pág. 211.