4. Tiempo, historia y perspectiva

Jamás se desvía uno tan lejos
como cuando cree conocer el camino

Proverbio chino

Todo lo arriba expuesto no explica sin embargo por qué en relación con África aún hoy podemos seguir leyendo párrafos como el que sigue:

La descolonización fue prematura y los nacionalismos creados fueron algo semejante a colocar una bomba cargada en la manos de un niño. Fue un disparate entregar la política y la economía a unas organizaciones tribales existentes como única estructura real. El resultado es el natural en casos semejantes: dictadores de bajo nivel político, corrupción escandalosa, destrucción de infraestructuras, ruina económica y genocidios brutales en luchas tribales. [...]Es necesario una tutoría para esos pueblos y dirigentes con mentalidad infantil.1

¿Qué nos ha llevado en Occidente a ese convencimiento de que los africanos son infantiles, inferiores? De distintos autores he tomado diferentes explicaciones, que ordenadas cronológicamente resultan en la siguiente secuencia:

Si partimos de la base de que el germen de la ‘civilización occidental’ se encuentra en la Grecia y Roma antiguas, sería allí donde podríamos rastrear el origen de nuestra actitud. En esta línea se argumenta que el concepto greco-romano de bárbaros define a estos como inferiores, puesto que se les niega el don de la palabra y en consecuencia la capacidad de razonar, amén de otras características impropias de griegos o romanos, quienes a su vez se definen por oposición a los primeros en una comparación que siempre presupone una superioridad permanente. Una superioridad asumida y retroalimentada que en el Imperio romano justifica la incumbencia para dominar el orbe.2

Se arguye también que el convencimiento judeo-cristiano de ser ‘el pueblo elegido’ confiere a los miembros de esa tradición un cierto aire de superioridad, y que desde esta perspectiva se convierte a los infieles en ‘enemigos de la fe’, a los que hay que convertir o combatir. Una divisa en tantas ocasiones instrumentalizada con fines políticos o económicos, como los de conquistar territorios, y que llega incluso a justificar la esclavitud.

Y si bien la esclavitud es practicada por numerosos pueblos, empezando por los griegos —como demuestra, por ejemplo, el intento de Aristóteles de justificar razonadamente la teoría de la esclavitud natural de los pueblos bárbaros— o los cristianos de la Edad Media, lo cierto es que la trata, esto es el comercio de esclavos que se lleva a cabo entre los siglos XVI y XIX, tiene características singulares por sus vastas repercusiones económicas, sociales y políticas en todo el mundo.

Pero además, la trata implica un cambio cualitativo en el juicio sobre otros y, como dice Basil Davidson, los argumentos esgrimidos para justificarla reflejan una progresiva degradación moral.3 Porque la trata de esclavos en masa, como si de mercancías al por mayor se tratase, convierte a esas personas en meros objetos de compraventa y como tales, carentes de toda dignidad humana: los esclavos vendidos y comprados cual material no pueden ser personas, ¿cómo si no podría aceptarse moralmente semejante despropósito?

La justificación ideológica se va consolidando de tal modo, que incluso los ilustrados del siglo XVIII, a pesar o precisamente en razón de los conceptos universalizadores del Hombre y de su libertad y dignidad intrínsecas, aceptan y sancionan el comercio del ‘marfil negro’, para lo cual se ven obligados a justificar la imperfección de los africanos frente al resto de la Humanidad.

Es también en plena Ilustración cuando se gesta la moderna noción de progreso, entendido este como un avance unilineal y acumulativo, o sea un desarrollo gradual y siempre en la misma dirección, de la ciencia y de las artes. En esta concepción, los salvajes se hallan y permanecen al margen de dicho proceso y por lo tanto se encuentran más cerca del medio natural que de la cultura civilizada.

Paradójicamente, el movimiento abolicionista, que para algunos autores entronca con las ambiciones políticas y económicas del Imperio británico, es el que a su vez fomenta en los defensores de la esclavitud la búsqueda de pruebas que corroboren la inferioridad de los negros. Y es en las Ciencias Naturales, en auge desde la Ilustración, en su ansia por clasificar a los seres vivos, en sus estudios sobre las razas y sus diferencias, donde las encuentran.

En esta línea, no es de extrañar la aparición del darwinismo social, que con sus postulados sobre la inevitabilidad del progreso, la supervivencia del más fuerte y la lucha por la supervivencia, sigue alimentando el concepto de negro como ser inferior.

Y así, piedra sobre piedra, se van llenando de contenido dos términos que se convierten en antitéticos: civilización y salvajes. El primero contiene la idea de progreso según el modelo de la sociedad europea; el segundo define a ‘quienes viven en un estado primitivo y a los que todavía no ha llegado la civilización’.

Esta es la antítesis que utiliza el imperialismo de mediados del siglo XIX con el fin de justificarse como ‘un medio para promover y extender el cristianismo, el comercio y la civilización entre pueblos todavía sumidos en la barbarie y la idolatría’.

Engarzada con la idea de progreso se encuentra también la teoría del desarrollo de Rostow, expuesta en 1960 en su obra Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista. Rostow concibe el desarrollo como un proceso lineal que lleva al nivel de desarrollo actual de los países desarrollados, valga la redundancia. Para él se trata de una simple sucesión de cinco etapas (sociedad tradicional, paso a las condiciones previas para el despegue, despegue propiamente dicho, tendencia hacia la madurez tecnológica, y era del consumo de masas) que todo país debe seguir para llegar a la meta del modelo occidental actual. Y es al calor de esta teoría donde se gestan los términos de ‘desarrollo’ y subdesarrollo (hoy políticamente menos correcto que ‘en vías de desarrollo).

Al presente, subdesarrollados, salvajes, infieles y bárbaros parecen poblar cual sombras amenazadoras la mente de quienes alientan las actuales tendencias a reducir, si es posible a cero, la inmigración a Europa y a Estados Unidos. Me pregunto qué miedo se esconde tras esa actitud, ¿no estará también alimentado por una sensación de culpa –jamás aceptada, nunca reconocida– por haber sometido a otros injustamente?

Sea como fuere, la secuencia anterior, con toda su validez y coherencia, no termina de convencerme; es como si en el enorme rompecabezas que intento montar, me hubiera equivocado en la colocación de alguna pieza: algo no termina de encajar. Probablemente, esa secuencia está condicionada por la forma lineal de entender el tiempo, que a su vez influye en la idea de que todo movimiento es consecuencia de una acción anterior (y no varias), como si a nuestro concepto de historia intentásemos aplicarle el principio físico ...

Pero no es solo eso. De pronto, caigo en la cuenta de que esa mi secuencia peca de lo mismo que intenta impugnar: ¡me faltan los otros!

Me faltan quienes en cada una de esas inflexiones del devenir fueron contracorriente, quienes de un modo u otro disintieron del ‘pensamiento único’ que prevalecía a su alrededor. ¿Por qué sus voces no tuvieron eco? ¿Por qué se impusieron precisamente las contrarias?

Pero sobre todo, en mi secuencia me faltan las personas que desde África se relacionaron con la Grecia y la Roma antiguas; me faltan aquellas que tuvieron contacto con los israelitas, desde su estancia en Egipto hasta el, hoy constatado, vínculo con el reino de Saba; me faltan los africanos que participaron en las Cruzadas, como San Mauricio, y los súbditos de los reinos como el de Mali, que Abraham Cresques indica en su mapa, o de aquellos señalados en los portulanos catalanes y mallorquines de los siglos XIV y XV; me faltan las reacciones de quienes vivieron la trata de esclavos, la colonización, el reparto del continente africano, la descolonización y el desarrollo.

Aunque bien es verdad que estas relaciones y reacciones han sido recogidas por Basil Davidson, y sobre todo por el Comité Científico Internacional de la UNESCO encargado de elaborar la Historia General de África. Pese a lo cual mi rompecabezas sigue sin encajar porque todo lo arriba expuesto, merced a lo pensado y expresado por mentes más ilustres que la propia, no impide que sigamos ahogando en el olvido, o peor en el desdén, a millones y millones de personas.

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Notas

  1. El conde de Montarco, «El asalto a Europa (I)», ABC, 5 de julio de 1998.
  2. Cf. Antonio Duplá, «El bárbaro en Roma», en Antonio Duplá, Piedad Frías e Iban Zaldua (eds.), Occidente y el Otro: una historia de miedo y rechazo, Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz, 1996, pp. 17-32.
  3. Basil Davidson, The Search for Africa, op. cit., p. 340.