3. La otredad africana

Si quieres saber quién soy,
si quieres que te enseñe lo que sé,
deja por un momento de ser quien eres
y olvida lo que sabes.

TIERNO BOKAR

Mientras voy descubriendo lo que apenas es la introducción al raudal histórico de África, me pregunto una y otra vez cómo es posible que nos haya permanecido oculto. Autores varios ofrecen diversas explicaciones, aunque esencialmente parecen apuntar al hecho de que nuestra forma de ver África y a los africanos está más relacionada con la manera en que nos vemos a nosotros mismos que con las particularidades africanas.

Es como si al construir nuestra identidad, ese peculiar nosotros los occidentales, hubiéramos erigido una atalaya desde la que contemplamos el mundo, incluidas esas personas a las que calificamos de los otros. Percibimos nuestra atalaya como encumbrada y creo que nos sentimos a gusto observando desde lo alto cómo el mundo bulle. Embelesados en esa contemplación, olvidamos con frecuencia un postulado de la geometría descriptiva: la perspectiva depende del punto de fuga elegido; o lo que es lo mismo, que el punto de vista, en su sentido más literal, determina la apariencia de aquello que se observa.

Nuestra atalaya, edificada con los elementos de nuestro acervo, nos proporciona una determinada forma de ver el mundo, aunque su pretendida altura también provoca el ensordecimiento que mencionaba en el capítulo 1. Entre nosotros, arriba, y los otros, abajo, imaginamos que existe una enorme diferencia, aunque en realidad la distancia, la línea divisoria, es tan tenue como frágil. Tal vez porque ha sido ‘fabricada’. O al menos, así prefiero considerarla, porque de este modo no pierdo la esperanza de que podamos transformarla.

3.1. El álbum de fotos

Y si me permiten, para explicar lo que antecede les contaré una historia. Cuando aún no había visitado el continente, la imagen de África que yo tenía podría compararse con el álbum de las fotos de familia de una amiga: de tanto ojearlo y escuchar historias, me resultaban conocidos lugares en los que nunca había estado y personas a las que jamás traté. Lo que yo sabía de ellos, no obstante, era lo que mi amiga me había contado, lo que ella había visto y percibido; en realidad, eran sus imágenes, o sea, algo más que el mero instante de un lugar o una persona captados por la cámara fotográfica. Aquellas imágenes tenían algo de mi amiga, algo de su forma de observar, de sentir, de pensar. Y estaban teñidas también por lo que se decía en su familia.

Aunque al contemplar las fotos todos ellos parecían coincidir en las evocaciones, lo cierto es que las más reiteradas no eran siempre las que más se ajustaban a la realidad. Así, la fotografía del tío Pedro, por ejemplo, provocaba un comentario unánime: «Sigue siendo un tacaño». Una característica, por cierto, que yo no podía ver en sus retratos, pero que, al cabo del tiempo me enteré, le habían adjudicado tras una desavenencia familiar. Y si bien el malhadado incidente le colgó de por vida el sambenito, ya antes tenía el hombre fama de raro.

Y se me antoja que algo parecido le ha ocurrido a África: los despropósitos históricos se han engastado sobre la extrañeza, la incomprensión, a veces incluso el miedo que produce descubrir otras formas de ver y entender el mundo. Al fin y al cabo, que otros entiendan e interpreten el mundo de un modo diferente al nuestro produce una cierta inquietud, aunque sea recóndita.

3.2. ¿Quiénes somos?

Personalmente confieso que me confunde, porque me desconcierta al tiempo que me orienta, considerar que todas las formas de ver y entender el mundo, esas múltiples y diversas Weltanschauungen, son respuestas alternativas a preguntas similares, preguntas humanas, en tanto en cuanto parece que todas las personas nos las planteamos.

De entre esas preguntas comunes, tal vez la primera es la que se refiere a nosotros mismos: ¿Quiénes somos? Intentando contestarla han surcado el tiempo miles de palabras y se han vertido ríos de tinta. Pero en esencia, lo que revela ese debate es la necesidad humana de identidad, una necesidad que surge y se alimenta de nuestras relaciones con los demás, porque es al relacionarnos con otras personas cuando nos preguntamos quiénes somos, en qué nos parecemos a los demás y qué nos distingue de ellos. Y aunque parezca una perogrullada, inferimos que «yo soy yo, porque no soy tú».

Probablemente es en el intento de establecer el límite primario entre ‘tú’ y ‘yo’ donde se gesta la importancia del nombre, ese nombre que todos tenemos o que nos dan, y por el que los demás nos reconocen, nos distinguen y consideran. Existen culturas en las que el nombre tiene un significado claro; por ejemplo en Zimbabwe, Farai (que en shona 1 significa ‘alegraos’) es un nombre relativamente común; en otras, como la occidental, ese significado se ha perdido en gran medida.

El nombre y el apellido nos identifican individualmente, pero también nos ubican, o sea, indican nuestro emplazamiento genealógico dentro de la sociedad, porque ambos nos vinculan con nuestros progenitores (amén del apellido que nos convierte en ‘descendiente de’, ¿cuántas personas no llevan el nombre de su padre, de su madre o de alguno de sus abuelos?). En algunos países, las mujeres toman el apellido de su esposo cuando se casan; en determinadas sociedades árabes, los hombres cambian o amplían su nombre cuando se convierten en padres (‘Abu’ antepuesto al nombre del hijo); y entre los shona, a una madre se le conoce como ‘Mai’ seguido del nombre del primer hijo o hija.

En las sociedades africanas son frecuentes los nombres añadidos. De acuerdo con el filósofo John S. Mbiti,2 el primer nombre puede significar un hecho de trascendencia o un deseo para los padres, pero, con el tiempo, la persona puede recibir otros nombres que definan su carácter o den cuenta de hechos significativos en su vida, como Julius Kambarage Mwalimo (maestro, profesor) Nyerere. Al final, «el nombre es la persona».

En esta línea, también es relevante el nombre que damos o que otros dan a la comunidad, a la sociedad, de la que, con mayor o menor grado de integración, formamos parte. Esa sociedad nos proporciona elementos y referentes (lengua, creencias, costumbres, etc.) adicionales para definir lo que somos y lo que no somos.

En las culturas africanas tradicionales, para el autor arriba citado, la relación entre la comunidad y cada una de las personas que la compone es tan estrecha que bien podría sintetizarse diciendo: «yo soy, yo existo, porque nosotros somos y existimos; y porque nosotros somos y existimos, yo soy y existo».

En consecuencia, si yo —persona— existo porque existe la comunidad y esta —que es una sociedad de personas— existe porque existo yo, no es de extrañar que numerosos pueblos hayan utilizado, y en algunos casos todavía utilicen, la misma palabra para designar a su pueblo y para expresar el concepto de personas, como en el caso de los khoikhoi (‘gente propiamente’ u ‘hombres de hombres’). Hay autores que interpretan esta definición como excluyente, como si quienes optan por tales denominaciones quisieran afirmar que únicamente son personas las que pertenecen a su comunidad.

Sin embargo, esa interpretación se me antoja aventurada, pues tal vez la definición no sea excluyente, sino inclusiva como la palabra ubuntu. Derivada de la raíz -tu, que viene a significar la esencia de lo humano, y de la que se deriva bantu, las personas) Ubuntu se traduce generalmente por ‘humanidad’ y su expresión metafórica es umuntu ngumuntu ngabantu, las personas son personas por (medio de) otras personas.

Junto a estas sociedades, hay otras cuyo nombre está relacionado con su ubicación geográfica, como los europeos o los swahili (del árabe sahel, costa); o con la actividad que desarrollan, como los boers (del holandés boer, granjero/agricultor); a otras, el nombre les ha sido conferido por extraños, como en el caso de los bosquimanos (del afrikaans bosjesmen y que significa hombres del bosque, que hoy reciben el nombre de ‘san’), los ‘hotentotes’ (término considerado en la actualidad como despectivo y que antes utilizaban los europeos para designar a los khoi porque a los recién llegados les pareció que el comienzo de los saludos y canciones de los khoi empezaba con el sonido ‘hotentot’),3 o los kaffir (término árabe –kãfir– que significa infiel, con el que los británicos designaron a los habitantes de la antigua Kaffraria —en español Cafrería— que en Sudáfrica se aplicaba por extensión a los negros, y cuya versión castellana, cafre, significa también bárbaro y cruel, zafio y rústico).

3.2.1. La palabra

Y entre los diversos rasgos por los que optan las sociedades para elegir el nombre propio o el ajeno, se encuentra la lengua. En unos casos, el nombre de la lengua es el nombre de la colectividad, o viceversa; en otros, la lengua común no se utiliza para denominarse, sino para definirse, para establecer los límites de la comunidad, como hicieran los griegos hacia el siglo V a.C. Para ellos, quienes no hablaban griego eran bárbaros (balbucientes), un término que cobró contenido (negativo) durante el periodo de antagonismo con los persas.

Autores contemporáneos como Zia Sardar, Ashis Nandy y Merryl Wyn Davis llegan incluso a decir que para los griegos «el lenguaje era la herramienta de la razón. Decir que alguien no podía hablar griego implicaba que no poseía facultad para razonar y que no podía actuar de acuerdo con la lógica, que su intelecto estaba poco desarrollado y que era incapaz de controlar sus pasiones, que, aunque pudiera entender la razón, no podía poseer la razón verdadera».4 Pero tal vez esta afirmación tan contundente se deba en parte a la complejidad del término griego λογος (logos), que se traduce por ‘palabra’ o ‘lenguaje’, pero también por ‘razón’.

Sea como fuere, lo que me sugiere la importancia que los griegos daban a ese vocablo es la trascendencia de la palabra, porque son numerosas las tradiciones para las que en el principio sólo ella existía: «Al principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios» se dice en el prólogo del Evangelio de San Juan.5

Mientras los wapangwa de Tanzania cuentan que: «El cielo era enorme, blanco y despejado. Estaba vacío, no había estrellas ni luna; sólo un árbol en el aire, y el viento. El árbol se alimentaba de la atmósfera, y en él vivían hormigas. El viento, las hormigas y la atmósfera estaban gobernados por el poder de la Palabra. Pero la Palabra no era algo que pudiera verse. Era la fuerza que permitía a una cosa crear otra».6

Y Amadou Hampâté Bâ, en la Historia General de África, señala que en el Komo, una escuela iniciática en la sabana sudanesa, se enseña que la Palabra, Kuma, era un atributo exclusivo de Maa Ngala (Dios), quien lo utilizaba para crear las cosas.

Al principio sólo existía una nada viva en el Único Ser, que se llamó a sí mismo Maa Ngala. Él creó Fan, el huevo primigenio, que contenía los nueve estados fundamentales de la existencia en sus nueve divisiones. Cuando el huevo se abrió, ninguno de los seres salidos podía hablar. Así que para tener alguien con quien conversar, Maa Ngala tomó una porción de cada uno de aquellos seres y las mezcló, y exhalando fuego sobre la mezcla formó un ser aparte al que le dio un fragmento de su nombre, que significa Hombre.7

En las tradiciones orales, la palabra es mucho más que sonido: «hablar, nombrar, equivale a hacer, tomar o crear», dice Amadou Hampâté Bâ. Bien mirado, nombrar algo es hacer que exista eso que nombramos, porque decir su nombre, al nombrarlo, lo ‘reconocemos’. Y el prodigio va más allá; no se trata únicamente de poner nombre a las cosas, en teoría cada uno de nosotros podría dar a cada cosa un nombre diferente al que le dan los demás (de hecho lenguas diferentes utilizan términos distintos para nombrar las mismas cosas), al nombrar algo, con un término cuyo significado compartimos con quienes nos rodean, también lo hacemos existente para ellos.

Y así, hablar la misma lengua, esto es comunicarnos utilizando los mismos códigos que nuestros interlocutores, nos aproxima a los demás. Como contrapartida, no poder comunicarnos, nos separa. Distintos pueblos han enfrentado el problema de maneras diversas: algunos han buscado la comunicación mediante lenguas francas (como el swahili, el pidgin) o criollas (como el criollo mauriciano —Isla Mauricio— o el zamboangueño de Filipinas); otros han aprendido las lenguas de aquellos con quienes se relacionaban, y otros han impuesto la propia de diferentes maneras.

3.2.2. Distantes, extraños y enemigos

Si el nexo de la palabra nos acerca, es precisamente la cercanía la que nos permite encontrar referentes para nuestra identidad. «Yo soy yo porque no soy tú; pero tú has de estar cerca para que yo te reconozca, para que te distinga, para que te perciba como diferente, aunque semejante». Cuando la proximidad se rompe, cuando aumenta la distancia, los contornos del otro se van desdibujando hasta resultar imperceptibles en algunas ocasiones.

Es entonces cuando, en un intento por precisar esos contornos desvaídos, imaginamos al otro y, paradójicamente, al hacerlo, lo desfiguramos. Tanto, que a veces ese otro llega a encarnar lo que nosotros no somos, todo aquello que por inconcebible, horrendo o anormal, no puede ser humano. A la inversa, que el otro ya no sea humano nos permite seguir estando seguros de que nosotros sí que lo somos. En este sentido, el otro con sus rasgos inhumanos nos proporciona los límites de la norma humana.

Así aparecen las ficciones, que se contaron y se cuentan, sobre otros seres con los que no se ha tenido contacto: sirenas, amazonas, centauros, sciapodos, blemyae, marcianos y extraterrestres son sólo algunos de estos desconocidos. Pero quizá por su simbolismo, uno de los mitos más abominados y recurrentes sea el de los caníbales, que existe en un gran número de culturas. Y para ilustrarlo con un ejemplo contemporáneo, he aquí la anécdota que Nigel Barley relata en su obra El antropólogo inocente:

Había llegado el momento de recibir los últimos consejos. Mi familia más cercana, completamente ajena a la ciencia antropológica, lo único que sabía era que estaba lo suficientemente loco como para irme a unas tierras salvajes donde la gente vivía en la jungla, y que estaría constantemente amenazado por leones y serpientes, eso si tenía la suerte de escapar de la olla. Cuando estaba a punto de abandonar el país Dowayo, me reconfortó oír de boca del jefe de mi aldea que con mucho gusto me acompañaría a mi aldea británica, pero que temía ir a un país donde siempre hacía frío, había bestias salvajes como los perros europeos de la misión y era sabido que abundaban los caníbales.8

Obviamente, si a los seres lejanos les atribuimos rasgos inhumanos, no es de extrañar que puedan llegar a infundirnos miedo, aunque este miedo se deba en parte al desconocimiento, que a su vez nace de la distancia. Esta no tiene por qué ser solo física, también puede ser emocional, con el agravante de que la distancia emocional puede construirse, igual que se construye un muro. De este modo, incluso los que hasta hace poco fueron nuestros vecinos pueden convertirse en seres abyectos, inhumanos.

No obstante, para que lleguen a infundirnos miedo hemos de sentirnos amenazados por ellos. Y la percepción de la amenaza tiene un fuerte componente subjetivo. Básicamente el miedo es un mecanismo de defensa que nos alerta sobre posibles peligros —reales o imaginarios—, sobre amenazas a nuestra integridad y por ende a nuestra existencia. Al miedo lo apacigua la seguridad, la percepción de que contamos con los recursos adecuados y suficientes para enfrentarnos a ese peligro que nos amenaza. El grado en que percibamos al otro como una amenaza, nos dará la medida de nuestro miedo, ¿de nuestra inseguridad?

Y con estos elementos —distancia, desconocimiento, adjudicación al otro de rasgos inhumanos, miedo, y algunos otros añadidos (agravios, necesidades no cubiertas, etc.)— cual si fuera una compleja fórmula de alquimista en la que la dosificación de los elementos y el método de elaboración determinan el resultado, se pueden forjar las imágenes de los enemigos. Enemigos que van desde el ‘opuesto’ hasta ‘el que tiene mala voluntad a otro y le desea o hace mal’, pasando por ‘el contrario en la guerra’.

Fruto de esa alquimia son las imágenes de los bárbaros en la Grecia del siglo V que pugnaba contra los persas y en la Roma imperial que lo hacía contra los galos, germanos, partos; de los infieles, musulmanes y judíos, durante el enfrentamiento medieval entre Oriente y Occidente; pero también las de los franceses para los españoles durante la Guerra de la Independencia; las de los comunistas para los capitalistas y viceversa durante la Guerra Fría; las de los hutu y los tutsi, los serbios y los bosnios, y las de tantos otros a lo largo de la historia.

Y me temo que a esos otros —enemigos, extraños, distantes—, ya sean reales o fabricados, los vemos como negativos de nuestro retrato: acompañantes no deseados, cuya existencia preferiríamos ignorar, relegando al olvido que somos nosotros mismos quienes los dibujamos y los designamos como referentes en la búsqueda y en la construcción de nuestra propia identidad.

3.3. ¿De dónde venimos?

También cuando intentamos definir quiénes y qué somos, volvemos la vista atrás, hacia nuestros antepasados y allende. Y para esa ocasión todas las sociedades humanas cuentan con un legendario relato de los orígenes. En el acervo de cada una encontramos invariablemente una esmerada respuesta a la pregunta: «¿De dónde venimos?».

Para quienes nos hemos criado en el seno de la tradición judeo-cristiana, ese relato se encuentra en el Génesis y nos habla de cómo Dios creó el mundo y a sus habitantes, entre ellos, a las personas. Nos habla también de que puso al hombre, y a la mujer, en un jardín de delicias para que lo cultivase y guardase; del precepto que les dio a ambos, de cómo Adán y Eva transgredieron aquel mandato y de las consecuencias: la expulsión del Edén, el destierro y la condena a una vida de sufrimiento y de trabajo.9

Entre los pueblos africanos, la creación del mundo y de las personas es también obra de la divinidad, una divinidad, sin embargo que apenas se describe, pero que tiene nombres propios. Puede ser Padre, pero también Madre. Al principio la divinidad vive con los seres humanos, o cerca de ellos, pero, al cabo de un tiempo y por causas para cada pueblo diferentes, Dios se aleja de las personas. En unos casos, el motivo es que la comunidad, o uno de sus miembros, contravienen alguna parte del acuerdo establecido; en otros, la divinidad se cansa de recibir peticiones, o de ser importunada continuamente; y en otros, el nexo de unión, por ejemplo entre el cielo y la tierra, simplemente se rompe.10

La separación del cielo y la tierra trunca también la que hasta entonces había sido una plácida existencia para las personas, según algunos relatos como este de Nigeria:

En el principio, el cielo estaba muy cerca de la tierra. En aquellos días los hombres no tenían que arar la tierra, porque siempre que tenían hambre les bastaba con cortar un trozo de cielo y comerlo. Pero el cielo empezó a enfadarse porque a menudo cortaban más de lo que podían comer, y tiraban lo que sobraba a la basura. El cielo no quería que lo tirasen a la basura, y por ello advirtió a los hombres que, si en el futuro no eran más cuidadosos, se alejaría.
Durante algún tiempo, todo el mundo prestó atención a la advertencia. Pero un día, una mujer codiciosa cortó un enorme pedazo de cielo. Comió todo lo que pudo, pero no era capaz de terminarlo. Asustada, llamó a su marido, pero él tampoco pudo acabárselo. Pidieron ayuda a todo el pueblo, pero no pudieron comérselo todo. Al final tuvieron que tirar los restos a la basura. Entonces el cielo se enfadó de verdad, y se alzó muy alto por encima de la tierra, más allá del alcance de los hombres. Y desde entonces los hombres han tenido que trabajar para vivir.11

El distanciamiento entre Dios y las personas supone en cualquier caso una pérdida. Al comparar los relatos de las tradiciones africanas y la judeo-cristiana, me maravillan las numerosas similitudes y me sobrecoge descubrir que la esencia del mensaje es diferente: en la mayor parte de las religiones africanas, Dios se aleja de la humanidad; en la tradición judeo-cristiana, la humanidad es desterrada.12

A mi entender, estas dos versiones del propio origen condicionan también la relación que se establece con la divinidad, pero sobre todo la que se establece con el entorno, con la naturaleza: para los africanos es un ambiente familiar y conocido, aunque privado, eso sí, de la presencia divina; para los judeo-cristianos, es un mundo extraño y hostil.

3.4. ¿Dónde estamos?

Tal vez sea en ese punto donde se enraíza la desconexión entre las personas y su entorno que se percibe en la cultura occidental, una desconexión que trasciende el mero entorno físico, o sea, el espacio, para incluir otra coordenada de nuestra existencia: el tiempo.

El tiempo está fuera de nosotros, o eso pensamos, y generalmente lo percibimos como una especie de reloj universal, cuyo tictac marca los mismos lapsos para todos y para todo lo que existe. Si lo concebimos de este modo, como una coordenada externa y universal en su medición, lógicamente necesitamos calcularlo para ubicarnos a nosotros mismos en él, para saber dónde estamos.

Y así construimos la cronología, la «ciencia que tiene por objeto determinar el orden y fecha de los sucesos históricos; la manera de computar los tiempos».13 Esto nos permite figurarnos la historia como una sucesión de hechos instalados en una línea recta, en cuyo principio, todavía sin fechar, establecemos el origen y cuyo final es el infinito, la eternidad.

Pero esta representación es como el mapa de un lugar. Los mapas y planos son representaciones del espacio, pero no son el espacio (la región, la ciudad, la casa). Somos conscientes de que mapas y planos son meros dibujos a escala reducida y en dos dimensiones (largo y ancho) de algo que es mucho mayor y además tiene tres dimensiones. Nunca se nos ocurriría confundir el mapa con el lugar.

Y, sin embargo, parece que a menudo confundiéramos el tiempo con la cronología. Esta identificación de la cronología con el tiempo nos lleva a percibirlo como acotado a una línea: el tiempo se torna lineal y unidimensional. Entonces, las únicas opciones aparentemente viables en nuestra existencia son avanzar o retroceder, ¿qué otra cosa puede hacerse si se camina por una línea?

En esta conceptualización, la historia se convierte en el recorrido de la humanidad, una humanidad condenada a avanzar o retroceder, de modo que, si no aprende de sus errores pasados, involuciona y se ve obligada a retomar su andadura en el punto del yerro.

Es en el marco de esta estimación del tiempo en el que conceptos como el de civilización, progreso o desarrollo adquieren su sentido. Un sentido no exento de riesgos, pues puede llevar a concluir que no existen otras alternativas que no sean progresar o perecer.

Si además de imaginar el tiempo como lineal y unidimensional, lo entendemos como algo externo puede que se nos asemeje a una cinta transportadora cuyo recorrido y velocidad escapan a nuestro control, aunque en ocasiones nos aferremos a la ilusión de que al andar más deprisa por ella podemos detener su avance. ¿Es una ilusión o es tal vez la intuición de que la teoría de Einstein es cierta: que a mayor velocidad la marcha del tiempo se reduce, aunque para que así sea haya que superar la velocidad de la luz?

En cualquier caso, la percepción del tiempo como esa cinta transportadora que quisiéramos controlar nos empuja al vano intento de perseguir al mismo tiempo que nos lleva. En ese afán por prenderlo llegamos a convertir el tiempo en un bien material del que pudiéramos disponer. Y así, hablamos de ganar tiempo o de perder el tiempo, también podemos matar el tiempo y a menudo no tenemos tiempo. Ideas que se condensan en la célebre frase de Francis Bacon: «el tiempo es oro», y que Benjamin Franklin apostilló: «Si el tiempo es lo más caro, la pérdida de tiempo es el mayor de los derroches».

Esta concepción del tiempo llevada al extremo de la ficción es la que presenta Michael Ende en su novela Momo: un mundo en el que los «banqueros de tiempo» instan a la gente a abrir cartillas de ahorro para guardarlo y atesorarlo.14

Aunque resulte extraño, esta concepción del tiempo no es universal. En las culturas africanas tradicionales, el tiempo no se identifica con la cronología. Como señala Boubou Hama:

Cuando el tiempo no se computa de manera estricta, parece incluir y abarcar la eternidad, tanto hacia atrás en el pasado como hacia delante en el futuro. No es como un río con un nacimiento y un curso claramente identificados, es más bien un océano sin límites. Por eso una acción puede iniciarse en cualquier lugar y, sus efectos sentirse dondequiera. [...] el pasado puede tener una relación directa con el presente.15

Y yo añadiría, que con el futuro. Pero además, continúa el mismo autor,

En el omnímodo pensamiento de los africanos, el tiempo es el campo en el que el hombre siempre puede mantener la pugna contra el desgaste de su ser, su salud y su fuerza, representada en la familia, las tierras, el pueblo, etc. En el ‘animismo’ africano el tiempo es un lugar cerrado, un mercado en el que las fuerzas que acechan la tierra se apiadan unas de otras y negocian una tregua. Estas fuerzas han de ser continuamente contenidas, controladas, encauzadas, empleadas y movilizadas mediante una especie de ingeniería mental al servicio del individuo o del grupo.16

En esta concepción, el tiempo no se pierde, ni se mata, ni se da, ni se gana, ni se posee; el tiempo se hace, como si nuestras vidas fueran el agua que de continuo se vierte en el inmenso océano del tiempo. Y cada experiencia, cada acción que vertemos en ese océano tiene sus consecuencias, igual que las vibraciones que producen las gotas de lluvia al caer en un estanque.

El tiempo y su cálculo son aquí cosas diferentes. Y este último se establece en relación con fenómenos cósmicos o sociales, sobre todo si son recurrentes. Esta idea me sugiere, lejos de nuestra concepción lineal, la forma de una espiral. Imagínense un muelle: si lo miramos desde arriba, puede parecernos una circunferencia que se traza una y otra vez; pero si lo miramos desde otro ángulo, veremos algo completamente diferente. Así, en un momento de nuestra propia vida podemos tener la sensación de que hemos vuelto a un punto en el que ya habíamos estado, aunque en realidad es otro porque, a pesar de no darnos cuenta, hemos avanzado.

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Notas

  1. Lengua que hablan los shona, uno de los pueblos que habita Zimbabwe.
  2. John S. Mbiti, African Religions and Philosophy, Heineman, Londres, 1990, p.115.
  3. Emilia Potenza, The Broken String: An integrated approach to southern African History, Maskew Miller Longman, Cape Town, 1992, p. 47.
  4. Zia Sardar, Ashis Nandy, Merryl Wyn Davis, Barbaric Others, Pluto Press, Londres, 1993, pp. 26-27.
  5. Jn 1,1, aunque en la versión castellana aceptada por la Iglesia Católica, el término λογος del original griego, que en la versión latina aparece como Verbum (palabra), se ha traducido por Verbo.
  6. Ulli Beier (ed.), The origin of Life and Death. African Creation Myths, Heinemann, Londres, 1966, p. 42.
  7. Amadou Hampâté Bâ, «The living tradition», en J. Ki-Zerbo (ed.), General History of Africa. I Methodology and African Prehistory, Heineman/UNESCO, Paris/California 1981, p. 63.
  8. Nigel Barley, El antropólogo inocente, Anagrama, Barcelona (8ª edición), 1995, p. 29.
  9. Gn 1-3.
  10. V. John S. Mbiti, op.cit., pp. 94-97.
  11. Ulli Beier, op.cit., p. 51.
  12. Zia Sardar et al. op.cit., p. 25.
  13. Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Espasa Calpe, Madrid, 1992.
  14. Michael Ende, Momo, Thienemann Verlag, Stuttgart, 1973.
  15. H.E. Boubou Hama, «The place of history in African society», en J. Ki-Zerbo (ed.), General History of Africa. I Methodology and African Prehistory, Heineman/UNESCO, Paris/California 1981, p. 16.
  16. Ibid. pp. 20-21.